lunes, 28 de diciembre de 2020

Poemas del desamor verdadero, de Pascual García

...porque fuimos ceniza de amor huido

y somos únicamente ceniza

a la espera del viento.


La RAE define el desamor como una falta de amor o de amistad, o como una falta del sentimiento y afecto que inspiran por lo general ciertas cosas. Sin embargo, estas definiciones me parecen insuficientes ante uno de los sentimientos más humanos y más dramáticos, existencialmente hablando, que pueden experimentarse, bien porque el amor se ha acabado, bien porque nunca empezará y solo pertenece al territorio de los sueños.

Pascual García dibuja muy bien los contornos de esa aflicción en las cincuenta y dos composiciones que integran Poemas del desamor verdadero, poemario publicado en el año 2019 y ganador del XV Premio de Poesía Dionisia García. Trazos finos y precisos esbozados por una pluma solvente y cargada de una sabiduría que solo puede derivar, a mi juicio, de un conocimiento profundo y certero de los escenarios emocionales que con tanta maestría plasma el autor sobre el papel.

Tres son los tiempos que se conjugan en los versos de Pascual García en torno a la sombra del desamor. En primer lugar, el pasado remoto de la juventud, el que se inaugura lleno de luz con los amantes “cogidos de la mano, juntos/por las calles sencillas de una ciudad pequeña” mientras gozan de “el purísimo amor de dos criaturas/que creían aún en las palabras”, un ayer de noches interminables, sábanas y pieles incendiadas de deseo, besos de miel y sueños de futuro azucarado. Días pretéritos que se esfumaron “porque los años ganaron la batalla triste de la pasión y del deseo nuevo” hasta alcanzar un pasado más reciente, más cercano, donde solo quedaron las cenizas de aquel amor, y la miel, los sueños y el deseo se tornaron “ruina, niebla y despojos”, convirtiendo el dulce lecho de sexos ardientes e inquietos en “la cama amplia e inhóspita de las noches unánimes”. Soledad, vacío, escarcha y silencios separaron manos, ojos y fuegos dejando dos almas a la deriva de la costumbre, dos glaciares inmunes a las caricias, a la ilusión y a la llamada del placer carnal. Ambos pasados, el dulce y el amargo, se entrelazan en el tercer tiempo, el presente desgarrado desde el que el poeta derrama sus lágrimas de tinta, debatiéndose entre gozar de la caricia de “las manos cálidas y tristes de la memoria” o escapar del “lodazal del tiempo perdido”. Perdido en el laberinto de los recuerdos y los anhelos.

Pascual García vuelve a hilvanar en este poemario imágenes sencillas pero de alta potencia que conectan con la mente del lector de manera casi instantánea (¿quién podría no identificarse con ellas en presente o en pasado?), apoyadas por iteraciones léxicas que refuerzan el tempus fugit (“un día y otro día y otro día”, “huían los años y la esperanza”) y embellecen el cajón semántico de la tristeza. Y nos regala versos de una dureza demoledora, versos que escuecen como vinagre sobre una herida recién abierta.

“¿qué fue del amor que nunca se hizo,

dónde está la carne que no tocamos

y aquellos besos que el amanecer olvidaba?” (p. 89)

 

“Se nos fueron las noches para siempre” (p. 21)


“Yo no fui otra cosa, amor, más que tú

y anduve con tu nombre entre mis labios

mientras amanecía...” (p. 23)


“Fuimos naufragio desde el primer día” (p. 41)


Y muchos otros que leería y leería por el placer macabro que produce el dolor. Porque el desamor es también ese viento frío que se cuela por las rendijas del corazón cuando no hay manera de cerrar la puerta, “por más que nosotros nos empeñemos en un olvido imposible”.


 

domingo, 27 de diciembre de 2020

El orden de la vida, de Pascual García

Irene era, en todo caso, el exceso que no creyó merecer nunca, y Onofre era casi el hombre que Irene no hubiese acertado a encontrar ella sola en otros años y en otra tierra. Y ninguno era lo que hubiese querido ser para el otro.

El fragmento anterior, extraído de la página 41 de la obra que nos ocupa, es uno de los que quizá mejor representa el gris deslavazado de la historia de los dos personajes principales de El orden de la vida, de Pascual García, publicada en 2018 bajo el sello de Malbec. Onofre, un muchacho apocado, gordo, manso, a quien la vida ha sonreído en bien pocas ocasiones, decide cambiar el entorno agreste y serrano de Los Olmos (paisaje literario al que ya nos tiene habituados Pascual García) por la atmósfera pesada, monótona y asfixiante de Las Arenas, donde lo único que brilla es el reflejo del sol sobre el plástico de los invernaderos acompañado por el fétido aroma de la fruta y verdura en descomposición, con el objetivo de ganar algo de dinero y, si es posible, conseguir una mujer, para regresar triunfante y ufano a las calles que lo vieron crecer y ya lo despreciaron cuando apenas levantaba unos pocos palmos del suelo. En el almacén donde lo emplean ve por primera vez a Irene, otra alma truncada y resabiada con la vida. Inmediatamente, la mujer se convierte para Onofre en “la sombra de un milagro con el que solo se permitía soñar unos minutos antes de entrar en el otro sueño, el de su cuerpo descansando del día y del trabajo” (p. 28). Por ella, Onofre accede a romper las hasta entonces sagradas barreras de lo lícito y acepta transportes esporádicos de mercancías ilegales que le reportarán cuantiosos beneficios monetarios con los que seguir construyendo sus castillos en el aire. Y el sueño de Irene, contra todo pronóstico, desemboca en una historia de (des)amor (por llamarlo de algún modo) en la que ambos personajes compartirán un sinsabor tras otro, degustarán hieles en lugar de pieles, se irán hundiendo cada vez más en el lodo de su anodina existencia, e incluso tendrán una hija que se convertirá en el pilar fundamental de la vida de Onofre y que acabará por distanciar aún más a la pareja. Hasta que un día, asediado por el hastío, el infortunio, el vacío y la posibilidad de volver a Los Olmos con el rabo entre las piernas, Onofre decide que la única solución viable es apretar, con el dedo gordo del pie, el gatillo de su propia escopeta, y acabar por fin con todo.

Así, con la muerte como dueña y señora del páramo gris de la existencia, como anestesia contra el dolor para unos y sorbo de acíbar para otros, inicia Pascual García El orden de la vida, una polifonía perfectamente orquestada por la pluma del autor. Por un lado, la voz del narrador nos desgrana una trama turbia de nadas, de nadies, de ceros a la izquierda que acaban pagando el precio de sus decisiones erróneas. Por otro, la voz interior de los personajes, señalada en cursiva, que aporta una profundización psicológica en los caracteres que densifica, tensiona o dramatiza aun más si cabe el trenzado argumental. Y, como colofón, el lamento de Antonia, la madre, en soliloquio, las notas amargas de un corazón que sigue latiendo a pesar de que se le ha muerto el alma.

El orden de la vida vuelto del revés al ritmo de la prolepsis gris ceniza y la analepsis expiatoria (Pascual García nos hace viajar constantemente entre el presente, el pasado y el futuro del pasado dotando al relato de una intensidad tremenda) y bordado por una impresionante riqueza léxica que es ya marca identificativa de las letras del autor. Y un lenguaje profundamente lírico que señala sin duda su vocación de poeta.


Historia triste, literatura hermosa.


lunes, 21 de diciembre de 2020

Aniversario en París, de Pascual García

Déjame que recuerde la ternura,

ciertas palabras y lo que yo quise

que fuéramos entonces para siempre.

Volvemos, con estos versos, al terreno de la poesía de Pascual García, terreno donde fulge de manera excepcional un autor sensible y, a mis ojos, honesto cuando se trata de emociones y sentimientos. Aniversario en París, la obra que nos ocupa, se compone de veintiocho poemas, que podrían leerse como uno solo pero también ser apreciados en su compleja individualidad, y nos lleva de la mano, junto al poeta y su esposa, a un viaje de aniversario a la ciudad de la luz y el amor por antonomasia. Asistimos junto a ellos a un reencuentro que es al mismo tiempo una despedida, a los últimos instantes de un amor que se fue diluyendo en los días, en los años, en la costumbre. A un armisticio que las agujas del reloj transformarán en clausura, como parece anunciar el poeta al encabezar el poemario con la DESPEDIDA y usando el ENCUENTRO como cierre.

“Este es un viaje para rescatarnos

de todos los días en que no fuimos” (p. 23)

 

“Este es el viaje que nos consolará de todo,

el viaje del amor y de los besos

que no dimos, que se esfumaron raudos” (p.31)


“París nos ha ofrecido un armisticio

y hemos hecho las paces” (p.45)


París se convierte así, en el universo del poeta y de su amada, en un lugar que solo será suyo unos pocos días, un lugar donde no tendrán cabida el hastío, la indiferencia, el deterioro, la erosión o el desamor. En aquella ciudad mágica únicamente existen la felicidad, la hermosura, las almas enamoradas de los primeros momentos. Pero entre sus grandes avenidas, los museos, el champán, la lluvia, los besos y el sexo dulce asomarán indicios claros del irreversible fin:

“Debo decirte que eras muy hermosa

y que yo estaba muy enamorado.” (p.55)

Hasta llegar a la última línea del último poema, el doloroso y “último abrazo de despedida”.

Veintiocho poemas intimísimos, impregnados de una sensibilidad sobrecogedora, que se adentran en el territorio de los sentimientos y las emociones de forma profunda y conmovedora, a través de la maraña de sensaciones, dudas, recuerdos, sufrimientos y deseos expresados por la voz del poeta que provocan sin duda la empatía del lector. Incluso la descripción de los paisajes y el clima, como viene siendo típico en las obras de Pascual, contribuyen a esa atmósfera ambigua, de notas agridulces, que configura el tono predominante del poemario. Versos cuidados, lenguaje nítido pero imágenes y metáforas extremadamente sugerentes para dibujar la cualidad destructora del discurrir del tiempo y el deseo de detener su avance, la lluvia y las lágrimas en silencio por los sueños que no llegaron a ser, el anhelo de pieles en fugaz reencuentro.

Ay, el amor, ese sentimiento hermoso y terrible que provoca que el suelo tiemble bajo tus pies, esa criatura salvaje y caprichosa a la que todas las voluntades le son ajenas, capaz de elevarte hasta el más azul de los cielos o hacerte descender al más oscuro de los infiernos. Qué triste cuando se apaga o pierde la purpurina...

domingo, 20 de diciembre de 2020

Nunca olvidaré tu nombre, de Pascual García

 

Me pregunto qué te ha hecho más daño, si la venganza o el amor.

Habiendo acabado de leer Nunca olvidaré tu nombre, me queda más claro todavía (si es que era posible albergar algún tipo de duda) que Pascual García es un escritor enorme dotado de una pluma increíblemente versátil, que lo mismo nos deleita con sus versos exquisitos, nos ilumina con su ensayo certero o nos deja perplejos con sus relatos. Ahora, por fin, lo conozco en su faceta de novelista y, como siempre me ocurre con él, me queda el poso de una lectura de calidad, completa en todos y cada uno de sus sentidos y que supera con creces mis ya buenas expectativas.

En Nunca olvidaré tu nombre, el lector se encuentra con Aníbal Salinas (que ya debería conocer si ha leído Solo guerras perdidas... pero ay, impaciencia la mía que no he podido esperar a leerlas en orden cronológico), un hombre, un anciano que, a las puertas de la muerte, regresa a Los Olmos, la tierra que le vio nacer, impulsado por dos razones idénticamente tristes e idénticamente desgarradoras. “Había regresado a Los Olmos para ejecutar una venganza y dar término a una antigua y dolorosa historia de amor”. Así de rotundamente nos lo enuncia el narrador en la página 19 de la obra. Vengarse de la persona cuya orden puso fin a la vida de su padre, a pesar de todos los intentos de Aníbal por salvarlo, y cerrar el capítulo de su relación con Elvira, que había quedado en suspenso cuarenta años atrás, al alistarse Aníbal en el bando sublevado cuando estalló la Guerra Civil. Elvira, su amante, una mujer que, por no ser de Aníbal, decidió no ser de nadie más. La que no dejó de esperarlo ni un solo día durante los primeros diez años, la que se convirtió en su viuda sin realmente serlo ni merecerlo. La que, incluso cuarenta años después, provoca en Aníbal ternura y desolación a partes iguales: “Es hermosa como la sensación de haber tocado un sueño con los dedos.” (p. 131). Ambos personajes se convierten, pues, en perfectos símbolos de la funesta época que les había tocado vivir, de las vivencias nefastas que sufrieron en sus carnes todos aquellos que se vieron inmersos en el horror de aquella guerra fratricida. Bendecidos y malditos con un amor que fue al tiempo hermosura y veneno. Impasibles, hastiados, resignados a ellos mismos y a sus circunstancias, a la decrepitud, al tiempo y a las ilusiones perdidas, a la cercanía de la muerte, al vacío de los días, pero capaces aún de emocionarse con el color de unos ojos, con la intensidad de una mirada, con el roce de una piel erosionada por las caricias que no fueron y ya nunca serán. Pascual García embarca a estos personajes en un continuo y melancólico vaivén entre el presente y el pasado lleno de contrastes, de matices y, sobre todo, de un desgarro doloroso, presididos ambos tiempos por una soledad inequívoca, honda y lacerante. “No es que esté solo, es que he nacido para estar solo como si se me hubiera condenado desde el vientre de mi madre.” (p.145)

El autor vuelve a situarnos en un entorno rural, agreste como es Los Olmos (que ya hemos visitado anteriormente en alguno de sus relatos), por lo que la naturaleza tiene presencia propia en la obra: los paisajes de la sierra, el viento arisco que arrastra el aroma del pino y la aliaga, la tierra dura y hosca donde se marchitan los sueños. La historia que cuenta nos llega en dos formas: por un lado mediante la voz del narrador y, por otro, mediante los pensamientos de los personajes, señalados en cursiva a modo de voz en off, lo que dota a la novela de una profundidad y una complejidad que le confieren un atractivo singular. Si añadimos, además, la riqueza de un lenguaje que sugiere tanto como afirma, el resultado no puede ser distinto a excepcional, a lo que ya deberíamos estar acostumbrados cuando de trata de Pascual García. Pero qué bonito es no sentir el peso de la costumbre y seguir abriendo mucho los ojos al leerlo.

Y, para despedirme, un fragmento que se me ha grabado a fuego, un fragmento que refleja a la perfección la tristeza de los amores que se quedan en palabras:

“Palabras sucias y palabras dulces y palabras de fuego. Voy a tener que recordarlas todas y repetirlas como una oración.” (p. 117)

Aunque, en el improbable caso de que fuese posible, lo más sensato hubiera sido olvidarlas.

viernes, 18 de diciembre de 2020

Trabajan con las manos, de Pascual García

“El hombre que trabaja con sus manos

lleva el alma en la punta de los dedos

y cava zanjas en la tierra seca,

poda los árboles de otoño, sueña

con herramientas y suda las horas

que trascurren tan lentas, tan espesas

como el invierno, el frío y la nostalgia.”

 Esas son las primeras líneas de Trabajar con las Manos, poema que, de no ser por la consonante final, daría título a la obra de Pascual García que acabo de terminar. Trabajan con las manos, un hermoso poemario cuyos protagonistas indiscutibles son aquellos que viven, sufren, adoran y trabajan la tierra en busca de sustento, de fe inquebrantable y de armonía con el mundo. Treinta y tres elegantes composiciones que se agrupan en cinco grupos, cada uno de ellos auspiciado por uno de los cinco elementos que bautizan los poemas que inauguran cada una de las secciones: la tierra, que es “fe en la vida y en la sangre y es credo para toda la familia”; el fuego, “que era el espíritu de la cocina todo el invierno hasta la primavera, toda la noche hasta la luz del día”; el aire puro que acaricia “la memoria de una infancia dulce”; el agua, “la sangre que solivianta los campos de cereales”; y la luz, que interrumpe el sueño de los hombres y dispersa las tinieblas inaugurando un nuevo día.

En Trabajan con las manos, Pascual García vuelve a deleitarnos con sus recuerdos de infancia, conectados a la tierra que le vio nacer y crecer y a las personas cuya huella de amor resta indeleble en sus adentros y en los trazos de su prolífica y regia pluma. Son sus versos un himno al aroma de la tierra y sus frutos, a la familia, al amor y a la vida sencillos y sin imposturas, un canto alejado de notas bucólicas e idealistas, una melodía agridulce que surge de las entrañas de la “puerca tierra”, amada y maldita a un tiempo, la que obliga a “sudar como esclavos del sol y de la lluvia”, la que hombres y mujeres “labran juntos y aman juntos con idéntico desprecio” y de la que obtienen difícil recompensa. Hombres y mujeres condenados, desheredados, sin más dios que el fruto de sus fatigas y de sus anhelos. Manos que con esfuerzo cuidan el mundo y, callosas y sumisas, acarician pieles sobre las que, inexorable, discurre el tiempo vaciándolas de vida y de sueños y acercándolas a los negros parajes donde únicamente se salva la memoria.

Un poemario donde el autor, con sus manos y su incuestionable habilidad para moldear climas, paisajes y temperaturas a través de la palabra, nos emociona con escenas sobrias, preñadas de una belleza serena y sencilla. Una obra donde Pascual García comparte con el lector una de sus más preciosas pertenencias, la memoria. 

Me destierro a la memoria,

voy a vivir del recuerdo.

Buscadme, si me os pierdo

En el yermo de la historia. (Miguel de Unamuno)

miércoles, 16 de diciembre de 2020

El lugar de la escritura, de Pascual García

Sucede que, en ocasiones, la vida nos obsequia con guiños amables tales como el aroma de un café recién hecho, un arcoiris después de la tormenta, un abrazo de primavera que rompe el gris del invierno, o la posibilidad de llenarse los ojos con las letras de nuestro Pascual García. El momento justo anterior a sentarse con una de sus obras entre las manos supone una brisa de expectativa gozosa que jamás se ve defraudada y un manantial de sosiego en medio del inestable mar de turbulencias que acompaña a esta lectora estos días.

En El lugar de la escritura vuelvo a leerlo tal y como lo conocí, escribiendo, certero y generoso, sobre las obras de otros autores a los que tiene en gran consideración. Autores y obras de acá, de allá o de más allá todavía que, por un motivo o por otro, han conquistado los ojos y el alma de un lector voraz, experimentado, detallista como pocos y dueño de una exquisita sensibilidad literaria que impregna cada uno de sus comentarios. Dice de él Rubén Castillo (otro de los moradores del Olimpo, cuya sapiencia literaria y su extrema generosidad a la hora de compartirla con los demás en su blog y en sus redes me siguen maravillando día tras día) en la presentación de la obra: “Dicen los papeles que Pascual García es profesor de literatura, y es una gran verdad; pero no porque enseñe esa materia (lo cual hacen muchos, entre la modorra y el funcionariado), sino porque la profesa, porque la vive como una religión, como un bálsamo, como un arbotante para el alma. De ahí que pertenezca a la estirpe, gozosa y reducidísima, de quienes abren, atesoran y beben los libros con unción.” Y no podría ser más cierto. Pascual García es, sin lugar a dudas, en el lugar donde anidan la escritura y la lectura más vocacionales, una figura regia que ilumina y enriquece nuestros conocimientos (pequeñitos en mi caso) en relación a las obras de Miguel Espinosa, de su venerado Pedro García Montalvo, de José Luis Castillo-Puche, Rubén Castillo (no diré nada de los comentarios de Pascual acerca de una de mis obras preferidas para que no me otorguen el puesto de honor en el podium de los cansinos), sobre los Coños de Juan Manuel de Prada, la excelencia de Muñoz Molina, Delibes y otros tantos autores a los que comenta con sabiduría, con aplomo, con agradecimiento y admiración encomiables, como si los contemplase con los ojos de un niño que experimenta por vez primera la belleza de una puesta de sol o una inopinada lluvia de estrellas.

Además de brillante escritor y apasionado y generoso lector, resulta tremendamente didáctico y esclarecedor (ay, las haches de Cortázar, cuántos quebraderos de cabeza me habrán procurado). Resumiendo, Pascual García es todo un diamante (y no precisamente en bruto) de incalculable valor. Vuelve a aumentar la lista de mis lecturas pendientes (incluyendo relecturas) para poder disfrutarlas con la nueva luz que me ha regalado él.


 

sábado, 12 de diciembre de 2020

Fábula del tiempo, de Pascual García


 

Las palabras son tiempo en el olvido.

Confieso no ser lectora habitual de poesía (desconozco el motivo), aunque últimamente lo cierto es que algunos versos me atraen bastante. Será que estoy cambiando, o será que algunos autores son atractivos escriban lo que escriban. Este es uno de esos casos y, ya puestos a confesar, diré que lo he leído dos veces en su totalidad, y más de diez veces algunos versos que aún recuerdo mientras escribo estas líneas.

“...Son ceniza y veneno.

Presumen el error

de otro aroma imposible...” (p. 21)

Fábula del tiempo, así se titula el primer y delicioso libro de poemas de Pascual García, publicado en 1999 por el Servicio de Publicaciones de la Universidad de Murcia.

En “El fracaso de la oscuridad”, breve pero bellísima introducción al poemario, se nos presenta a un escritor, “junto a la ventana por donde entra la última luz del Invierno” (p. 11; muy apropiado su invierno con mayúscula), inmerso en la tarea de plasmar sobre el papel “la fábula de un tiempo breve como la vida” (p. 11).

Es, pues, esta obra un precioso bordado donde priman los hilos ocres de la memoria junto al blanco invernal de los paisajes de una tierra sufrida, amada y añorada. Un tapiz de primera calidad donde se entretejen los recuerdos de infancia, los amores de ayer, la melancolía, la certeza de que “nada queda de los días salvo el miedo” (p. 34) y el aroma de los pinos, la nieve y el cierzo de los parajes gélidos de su niñez y su juventud. Versos colmados de belleza y emotividad, especialmente los vinculados al amor del autor por sus padres y por la tierra que le vio nacer, cuya profundidad queda palpablemente manifiesta en el poema “Volver” (p. 35-37), el más largo del poemario, donde fulgen con un brillo particular, a mis ojos, estas líneas:


“Es tarde en la cocina. El viento muerde

en las ventanas y arden los troncos

que mi padre ha cortado con paciencia.

Viene su voz de lejos y huele a fruta

y almendras...”


“... como si el nuevo aire del invierno

acercara las palabras antiguas

y sus labios repitieran fugaces

los menudos deseos incumplidos,

pero también la dicha de tener

tan cerca al niño que criaron, al hombre

que los mira con ternura y respeto.”


“Con doloroso afán

tocan mis pies la tierra que he perdido.”


Un gozo para los ojos lectores, como todo lo que hasta ahora he leído de Pascual García.

Todos los días amor, de Pascual García

Nada mejor que la fantasía del ser humano para edificar siniestras mazmorras y castigos sin nombre. El vaticinio de lo infausto es anterior a la tragedia, pero es, por desgracia, más real.

Leo la última línea de esta obra con la profunda certeza de haber disfrutado, y mucho, de algo enorme. Todos los días amor, una colección de nueve relatos que constituyen, sin duda, otra prueba más de la altura literaria en la que se sitúa la mente creadora que los pergeñó y la pluma que los hizo ver la luz. 

Un matrimonio que goza de la comodidad de un amor perfecto hasta que la chispa en los ojos de la esposa se torna velo melancólico. Otra pareja que disfruta de unas vacaciones rodeados de naturaleza hasta que unos pasos, unos gruñidos, unas sombras, emergen de algún lugar en la noche coincidiendo con la salida de la luna. Una mente hastiada que narra la historia de un pasado oscuro en compañía del frío y del silencio que obsequia la muerte mientras los pies que la transportan caminan exánimes hacia la antesala prometida a la que no se arriba jamás. El susurro en sepia de unos antiguos inquilinos que acabará gobernado las noches y los días de los nuevos propietarios de una casa. Una carta anónima de confesión que cumple el último deseo de un condenado a muerte. Un ángel de amor de corta edad y su Ángel Custodio que despierta entre sangre tras la última noche que pasa junto a ella. Un viaje cuyo final se desconoce pero se ansía, alentado por el odio, la rabia y un amor que perdura más allá de todo pronóstico. Una vida convertida en un continuo de desgracias al bajar una escalera y pisar sin querer la cola de un gato que dormita tranquilamente en uno de los rellanos. Dos hombres y dos mujeres embarcados en una excursión a un lugar recóndito que se enfrentan a un desolador destino muy distinto al esperado. 

Nueve cuentos donde el autor disecciona con extremada pericia el miedo, la decepción, el desvalimiento y la orfandad de protección que sufren sus personajes frente a los caprichos el inmanejable azar. Nueve relatos cuyos verdaderos protagonistas son el amor, la muerte, o ambos unidos de la mano, tocados con un velo de enigma, de misterio, que cautiva a los ojos lectores prácticamente desde el primer párrafo. Vástagos de un narrador excepcional que domina a su antojo las posibilidades del lenguaje, dotándolo de una sensacional fuerza expresiva que impregna cada una de las páginas. Y el frío, tan presente y tan bien plasmado en la atmósfera narrativa. 

Y acabo, como casi siempre, dejándoles algunos de los fragmentos que, por un motivo o por otro (cosas del alma en su mayoría) me han dejado una huella más profunda: 

"Bajo sus pies temblaba el universo y los días agonizaban efímeros." (Todos los días amor, pág. 14)

"Sus habitantes habían dejado en el aire la vida finísima que respiramos en los sueños." (Compraventa, pág. 49)

"Las palabras de la verdad contienen a veces una ponzoña de fatales consecuencias." (Toda la verdad, pág. 67)

"... ya ve usted que las cosas no siempre salen como debieran, que algo se tuerce en nuestro camino y nos queda solo la amargura para después, para los días en que el recuerdo trae su imagen de nuevo..." (Dolly, pág. 73)

"La memoria es el único equipaje que nos queda." (El viaje concluido, pág. 94)


miércoles, 9 de diciembre de 2020

El Intruso, de Pascual García García


 

y no saben que todo yacer para el amor es siempre también un yacer para la muerte...

Herman Bosch

Esa acertadísima cita es la que elige Pascual García como estandarte de su primera obra publicada, allá por 1995, por Los Libros de la Frontera, una colección de trece relatos titulada El Intruso que ya permite al lector reconocer (repito, primera obra publicada) que se encuentra frente a un escritor de raza, frente a una pluma habilidosa de primer nivel y a todos los niveles.

Una carta que anuncia la llegada de un extraño a un hogar destartalado en la ladera de un monte. Un hombre que se aferra con uñas y dientes a la vida en forma de pared pedregosa del pozo donde ha caído. Una mujer ¿enamorada? que llega a Los Olmos para recuperar el cadáver de su ¿amor? asesinado. Un chico que busca a su amigo en una estación de tren con un resultado de lo más insólito. Una velada inolvidable para un matrimonio de clase baja que decide pasar la noche en el pueblo que han visitado. Una viuda que abre la puerta para encontrar a un prófugo de la justicia en estado deplorable. Un anciano armado con una guadaña que vigila a una pareja inmersa en intimidades junto a un almacén en ruinas. Un sujeto que se encuentra con su propia foto en la portada de un diario que lo señala como sospechoso de un crimen cometido la noche anterior. Un marido y un detective desahuciados de la vida por una mujer. Un cincuentón que mantiene durante las tardes estivales encuentros sexuales furtivos con una veinteañera. Una esposa que, tras cinco años de desgraciado matrimonio, decide abandonar el hogar conyugal sito en un paraje de lo más inhóspito. Un médico que no logra reunir el coraje necesario para decir una verdad. Un varón sin experiencia con las mujeres que cae rendido a los pies de una prostituta. Esos son algunos de los integrantes del elenco de personajes que encontrará el lector en El intruso.

A través de estos trece relatos, Pascual García va construyendo un universo luctuoso y descarnado de paisajes hoscos y desabridos, bien localizados en parajes rurales y hostiles o en la atmósfera cargante y mugrienta de cuartuchos, habitaciones de hotel, bares o burdeles. Paisajes que concuerdan a la perfección con el mundo interior inhóspito, desapacible, incómodo, de su galería de personajes: individuos de carácter agreste, trato difícil y gesto adusto, modelados quizá por las inclemencias de su entorno; caracteres cuyo nexo común es la desolación, la desazón existencial, la soledad y la tristeza más miserables; personajes de alma agria y mirada desportillada que se agarran a cualquier atisbo de amor o bondad aunque no sea más que un espejismo en medio del desierto acerbo de sus días. Y el frío, la lluvia, la nieve, el viento, el barro, la humedad siempre presentes. Por fuera y por dentro.

Fuerza expresiva bestial e indudable solvencia narrativa página tras página, mesura y aplomo en cada párrafo hacen de esta lectura una compañía como pocas. Y estas joyas que me quedo para mi colección:

“... cuando el silencio daba paso a la barahúnda del viento y el frío llenaba las habitaciones de una tristeza primitiva...” (El intruso, pág. 24)

“Era, otra vez, la ternura ciega desfalleciendo en un semblante sin rasgos, como si ninguna de sus palabras armonizara con la dureza de un alma separada de los miembros que la cubrían.” (Crisantemos, pág. 46)

“Tenía esa fealdad natural que solo el campo o los lugares solitarios otorgan a ciertas personas.” (Eva, pág. 63).

“... porque muy pocas cosas la habían doblegado, y en su cuerpo perduraban caminos que nadie recorrería, parajes intocables y un último afán, como la sombra del deseo, velado y triste.” (Clara y el fugitivo, pág. 73)

“Pedimos que la verdad nos sea respetada, pero ignoramos de que materia está hecha.” (Luna de miel, pág. 142)


martes, 8 de diciembre de 2020

La sinagoga del agua, de Pablo de Aguilar González


 

Hace quinientos años una simple frase escrita en un documento perdido definió mi futuro. O al menos, señaló un camino que yo no hubiera encontrado solo.

Con esas líneas se abre la puerta a La sinagoga del agua, última obra publicada de Pablo de Aguilar González. Con esas palabras comienza a relatarnos Dante los imprevisibles resultados del universal y eterno efecto mariposa, que provoca que arrancar a un recién nacido de los brazos de su hermano a finales del siglo XIV tenga consecuencias en la vida de varias personas casi seis siglos después.

Pogromo de 1391. Los Cerros, Úbeda, Jaén. Una jauría de cristianos exaltados entra en tromba en una sinagoga, diezmando considerablemente la comunidad judía allí reunida para la celebración del rito circuncidador. Un aterrorizado niño de ocho años escondido en una tinaja con el recién circuncidado en brazos, lágrimas en los ojos y una promesa atenazándole la garganta. Francisco, un albañil cristiano cuyo vástago muerto a los pocos días de nacer le ha sembrado el alma del odio y la sinrazón más absolutos. A bebé muerto, bebé puesto. Unos ojos que se anegan de tristeza, unas vidas que a partir de ese momento girarán en torno al silencio y los remordimientos.

Año 2007. Dante y Mara acaban de finalizar sus estudios de Historia en la universidad. Una peculiar sonrisa desdentada en un tablón de anuncios los llevará hasta esa misma población de Los Cerros para trabajar en las excavaciones de lo que parece ser una sinagoga descubierta gracias a unas obras junto a la vivienda del antiguo inquisidor. Investigando, descubrirán la historia de la sinagoga, que cambiará su vida de modo distinto, pero igual de sustancial, a cómo se la cambió a sus primeros inquilinos. El aleteo de las alas de la mariposa de las circunstancias provocará que se cruce en su camino la arrolladora Elena, la de la sonrisa perenne, la mujer insaciable, la que guarda un terrible secreto que ensombrece en ocasiones su mirada limpia.

Pablo de Aguilar entremezcla en esta obra, de manera equilibrada y original, dos tramas temporales donde se entrelazan pasado y presente, con la sinagoga como fondo, símbolo y nexo de unión entre ambos. La narración omnisciente del pasado sitúa al lector a finales del violento y desgarrador siglo XIV, partiendo de un acontecimiento desolador relacionado con la sinagoga y sus antiguos moradores, hasta llegar a 1492, año en el que el Edicto de Granada de los Reyes Católicos expulsa definitivamente a los judíos de España. Destacar, en esta trama, la maravilla de construcción de la ambientación histórica de aquella sociedad plena de ignorancia, intolerancia e hipocresía. En el hilo temporal tejido en la actualidad, el lector encontrará los recuerdos de Dante en primera persona. Dante de Alcaraz. El conflicto casi permanente entre quién se es y quién se quiere ser. La sinagoga o la granja. El amor que se le escapa entre los dedos como agua de arroyo mientras ignora deliberadamente que ese amor nunca ha existido. ¿Dónde confluyen ambas líneas temporales? ¿Derribarán los vestigios de lo que una vez fue o los conservarán en detrimento del beneficio inmobiliario? Tendrán que leer la obra para averiguarlo.

Novela de corte histórico (impresionante el conocimiento sobre los rituales judaicos, sobre todo el de la muerte, y de los tejemanejes interesados de la Inquisición) pero a la vez novela de sentimientos, de identidades escondidas, de desasosiegos de la conciencia, de amores y odios, de pasiones arrebatadoras. Prosa sencilla pero pulcra y cuidada. Tramas bien construidas y ensambladas. Ritmo ágil. Pareciera que las páginas se pasan solas. Y, ante todo, otra evidencia más de la gran solvencia de Pablo de Albacete a la hora de dibujar personajes inolvidables, profundos, emotivos, centrándose en el componente humano. Personas normales y corrientes, complejas, con sus luces y sus sombras. Definitivamente humanos y verosímiles. 

Espectacular, como diría el Gran Maestro.

domingo, 6 de diciembre de 2020

Cuéntame cosas que no me importe olvidar, de Pablo de Aguilar González


Me detengo frente a la muñeca, una de esas que guardan otra dentro que a su vez contiene otra más. Es como nosotros: somos esto que la gente ve, aunque dentro contenemos aquel que fuimos y más dentro aún, todos los que alguna vez hemos sido.


Cuéntame cosas que no me importe olvidar, aunque luego sea difícil olvidarlas. Cuéntame la historia de unos cuantos personajes cuyo nexo común es el desgarro, los tonos del gris al negro que pinta la vida a veces, la tristeza y lo desapacible del mundo de fuera y del universo de dentro. Eso es lo que ha hecho Pablo de Aguilar en la segunda novela de su autoría que he tenido la oportunidad de leer y disfrutar sufriendo.

El argumento de la obra gira en torno a cinco personas desempleadas que se han conocido en una oficina de empleo y que se reúnen a fumar y a compartir sus miserias en un parque que parece no estimarlos demasiado. Uno de ellos falta a su cita una mañana. Ha sido asesinado. Unos días antes la fortuna y los juegos de azar le habían regalado un buen pellizco económico. Susano, principal sospechoso del asesinato por haber comido con él el día de su muerte, será quien narre la historia de estos cinco perdedores (y del resto de personajes de la trama, perdedores también) al lector y a otro de los personajes en su lecho de muerte. 

Crisis, desengaños, traiciones, negrura y el frío inmisericorde del más crudo invierno se alían en las páginas con amores insensatos, esos amores que miran en silencio con ojos de grito de corazón en llamas bocas que no se pueden besar, pieles que no se podrán acariciar. Dolor. Lágrimas. Impotencia. 

Y ese ritmo que Pablo imprime a sus historias. Lectura muy recomendable.

martes, 1 de diciembre de 2020

Lo que está por venir, de Pablo de Aguilar González

Las historias las cuenta quien las vive.
Aunque esa no es toda la verdad; al menos, no la verdad completa: las historias las cuenta quien las conoce, quien las descubre, quien las adivina, quien las siente, quien las comparte...
Después de tanto tiempo, se ha cerrado el círculo. Hoy se termina todo. Yo soy quien conoce esta historia.

Y una historia magníficamente narrada, sí señor. Año 1936. Madrid se prepara para los bombardeos de las fuerzas fascistas sublevadas contra la Segunda República. Ese es el telón de fondo histórico contra el que recorta Pablo de Aguilar los retazos de vida de Fidel, Lisandro, Magdalena, Victoria, Matías, Don Onofre, Don Adolfo, y algún que otro personaje más. Cuerpos y almas arrastrados por la vorágine de una guerra en la que todos, independientemente del bando al que sean afines, pierden algo en el camino. Salvar el pellejo y medrar será el objetivo de unos. Salvar las pinturas del Museo del Prado, el de otros. Tramas entrelazadas de amores, desamores, traiciones, heroísmos, vilezas y otras pasiones humanas conforman el paisaje narrativo de esta novela y empujan al lector a beberse página tras página con los ojos bien abiertos para no perder detalle.

Lo que está por venir es una obra que me ha sorprendido gratamente: las expectativas eran buenas, pero las ha superado con creces. Por un lado, por la forma en que el autor presenta a los personajes, dejando que el lector los vaya conociendo poquito a poco, hasta que se vuelven tan reales que casi saltan de la página y se sientan contigo en el sofá. Destacaría incluso su magnífica construcción del anti-héroe. Por otro lado, la voz narrativa en primera persona que se esconde en una tercera persona cuando cuenta la historia de otros es, sencillamente, una maravilla. Otro punto a favor es cómo se aleja el autor del maniqueísmo a la hora de dar vida a sus personajes: ni buenos ni malos, simplemente humanos con todo lo que ello conlleva. Una verdadera delicia de la obra es, a mis ojos, el ritmo que le imprime el escritor a la narración mediante el uso de frases o coletillas a modo de coro, de letanía: "lo que está por venir", "las primeras veces nunca se olvidan", "a veces las cosas son lo que parecen".

En definitiva, lectura más que recomendable, tanto por contenido como por calidad literaria. Si tuviera que escoger qué personaje se queda conmigo para siempre, lo tendría claro: Magdalena. La puta bíblica. La de las tetas preciosas. La conocedora de pitos. La que folla de una manera para ganarse la vida y de otra muy distinta cuando la traspasa el amor. Sin duda, uno de los mejores personajes que he tenido la oportunidad de conocer.

viernes, 27 de noviembre de 2020

El Calendario de Dios, de Rubén Castillo

 

Le había sido otorgado un don casi divino y sólo la templanza, la rectitud, el autocontrol, la sagacidad, la discreción y la inteligencia le serían útiles para modular y conducir ese don.

Desde el principio de los tiempos, la humanidad ha sentido la imperiosa necesidad de conocer el futuro. Así lo atestiguan las figuras de chamanes, oráculos griegos, augures romanos, lectores de posos de té o de café, bolas de cristal, líneas de la mano o cartas del tarot. Gran parte de las sociedades de todas las épocas han considerado “afortunadas” a las personas capaces (al menos, presuntamente) de realizar la proeza de conocer el porvenir. Sin embargo, el protagonista central de la novela que nos ocupa, afirma en la página 147:

«Pero si alguien les diera el poder, el increíble poder, el aterrador poder de conocer todo eso con antelación notarían una angustia terrible a los pocos días.»

Esa zozobra, esa ansiedad son justo las que siente Horacio a la hora de enfrentarse a su quasi-divina dádiva. Horacio, personaje principal de El calendario de Dios, descubrió a una edad temprana que poseía el don de la adivinación a través de los arcanos. Su maestro, Leo, le enseñó la importancia de aquel poder y la cautela con la que debería desenvolverse para manejarlo. Le insistió millones de veces en que intentar cambiar destinos podría conllevar resultados catastróficos. Horacio hizo de aquella enseñanza una de sus máximas de vida, respetándola incluso a costa de ver su alma rota en mil pedazos. Hasta que un buen día la misericordia, la piedad, el dolor ajeno, le hacen romper las reglas a las que siempre se había mantenido fiel. Un compasivo, pero imprudente, gesto pondrá fin a su solitaria y relativamente apacible existencia abocándolo a un vertiginoso torbellino de persecuciones y huidas, traición y angustia. ¿Qué querrían los que intentan darle caza de aquel hombre que podría vislumbrar el calendario de Dios?

Intriga garantizada a través de sus 327 páginas. Ritmo ágil que mantiene enganchadísimo al lector durante toda la obra. Prosa pulcra, afinada, concisa. Acción trepidante mezclada con una magnífica profusión de interesantísimas reflexiones filosóficas, literarias (Horacio es un apasionado de la literatura), incluso sobre fútbol o gastronomía. Impresionante el modo de mostrarnos el pasado del protagonista mediante un delicioso uso del flashback (los cambios no son abruptos, sino que media entre los tiempos una suerte de transición). Un final impactante para una de las narraciones del autor quizá menos líricas (ojo, solo menos) pero más profundas en la que Rubén Castillo nos transmite la soledad, el desarraigo, la incomprensión que sufre su personaje de una manera brillante y maestra. Vamos, como siempre.

Termino esta novela con un doble nudo en la garganta, con la sensación agridulce de haberla disfrutado, pero también de haber llegado al final de un viaje en el que gustosamente me hubiera quedado atrapada hasta el último de mis días (no me quedará más remedio que volver a recorrer sus letras y redescubrirlas). Dice Pablo De Aguilar en Lo que está por venir que “las primeras veces nunca se olvidan”. Gracias, Sr. Castillo, por tantas primeras veces. Gracias por haberme hecho descubrir tantísimas cosas. Gracias, con hasta la última fibra de mi alma lectora.

martes, 24 de noviembre de 2020

Palabras y café con escritores, Pascual García


El nombre de Pascual García entró en mis registros de manera accidental mientras buscaba en Internet qué se había dicho en cualquier parte de las obras de Rubén Castillo. Encontré críticas suyas en revistas literarias y en artículos de El Noroeste Digital, y me parecieron interesantes y, la verdad, escritas con mucho gusto (sus palabras sobre El verbo se hizo carne son, por abreviar, espectaculares). Volví a cruzarme con su nombre en mis primeras e infructuosas búsquedas de los poemarios de José Cantabella, y me quedó en la mente un regusto dulce tras leer su reseña de Poemas de Amor. Pocos días después, y sin buscarlo, me encontré con Palabras y café con escritores. Demasiadas eran ya las señales que me enviaba Calíope como para seguir contemplando las palabras de Pascual García como algo anecdótico y puramente circunstancial. Por lo tanto, adquirí el ejemplar y lo deposité, siguiendo mi propia norma, en la pila de libros “pendientes de ser leídos en un momento no muy lejano”. La semana pasada no pude resistir ya más la tentación de abrirlo, solo para echarle un vistazo, aunque tenía otras obras que, por orden cronológico de llegada al montoncito (que cada día es más montón), debería haber cogido primero... Y ya no lo pude dejar.

Las diecinueve entrevistas que integran esta obra (otro tanto que se apunta MurciaLibro) son una magnífica oportunidad para deleitarse con las perspectivas sobre la literatura, y sobre la vida en general, de autores relevantes tanto en la literatura regional murciana como, en algunos casos, en el panorama literario nacional. Honestamente, me produce sonrojo no conocer más que unos pocos nombres entre todos sus interlocutores, pero no será cuestión de autoflagelarme (o eso prefiero pensar). Huelga decir, creo, cuál ha sido la entrevista que he leído más veces (si siguen mi blog no será difícil de adivinar. Como pista, creo que calificarlo como un “animal de la palabra” es acertadísimo). Impactante ha sido, además, conocer la vocación literaria tardía del inalcanzable José Cantabella y poder percibir sencillez, humildad y amor en sus respuestas. La entrevista a Manuel Moyano me ha picado francamente la curiosidad, y en algún momento (espero que pronto) me gustaría acercarme a sus páginas. Cito solo dos de ellas para que la longitud de esta entrada no sea excesiva, pero todas las he ido disfrutando sorbo a sorbo, tanto por el contenido de las mismas como por el modo en que las articula.

Sin embargo, lo que a esta humilde (e ignorante, ay) lectora más la ha impresionado de Palabras y café con escritores ha sido el entrevistador. Su amplio y profundo conocimiento de la obra de sus entrevistados, y la amistad que lo une a muchos de ellos. La calidad con la que construye preguntas y da forma a las respuestas, salpimentándolas con sus propias reflexiones (claras, reveladoras, dulces). La modestia y la admiración que destilan sus palabras hacia el objeto de sus pesquisas. Y, sobre todo, el inconmensurable amor y la devoción por la literatura que fluyen de cada una de las 337 páginas que dan cuerpo a la obra.

Gracias, Pascual García, y gracias a Calíope por haberlo puesto en mi camino.

 

miércoles, 18 de noviembre de 2020

La Voz Oscura, de Rubén Castillo


¿Cómo se lucha contra la niebla? ¿Cómo se enfrenta uno contra algo que no ve?

Esa es una de las muchas preguntas que se hace el protagonista de la novela que terminé anoche: La Voz Oscura, de Rubén Castillo (para variar, dirán ustedes). Nuestro protagonista, Jaime Díez, profesor universitario de Química, es, con toda seguridad, uno de esos personajes a los que se detesta profundamente ya en las primeras páginas de cualquier libro en el que aparezca. Atesora una serie de cualidades nada desdeñables: prepotente, machista, maleducado, carente de cualquier tipo de moral o ética (ajenos al suyo propio, por supuesto). Un dechado de virtudes, en resumen. Pues este buen señor entra en su despacho “un lunes de abril”, preparado para afrontar su rutina académica de dar clase, despreciar a quien se le ponga a tiro, volver a dar clase, comprobar que ha humillado a sus becarias como Dios manda, etc. y descubre que el destino ha osado alterar su agenda con un mensaje de correo electrónico de lo más curioso, seguido de la llamada telefónica de una voz oscura, misteriosa y desagradable. El primer pensamiento que cruza por su cabeza es que se trata de una broma con la gracia más que escasa, pero poco después se da cuenta de su error. La voz oscura y su alter ego electrónico, a través de una serie de instrucciones poco o nada ortodoxas y alguna que otra amenaza, torturarán la mente del personaje hasta límites inconcebibles. El teléfono móvil y su McIntosh se convertirán en sus peores enemigos. El tiempo y su vida, en una incógnita. ¿Quién le está haciendo esto y por qué?

Como podrán ustedes imaginar, la tensión narrativa de esta novela es brutal. Yo diría que es una de las obras donde menos presencia tiene la pluma lírica del autor (y digo menos presencia, no carencia), adquiriendo más relevancia las descripciones precisas y fotográficas, tanto de escenarios terrenos como mentales, que retratan de manera realista y sublime los cauces del miedo, la ansiedad y la angustia: «Y sintió un miedo espantoso, irracional, profundo, el miedo que se siente ante las cosas que nos rodean en la oscuridad y que tienen ojos brillantes, y dientes, y pezuñas. Un miedo que nace en la espalda y se extiende por los brazos y la nuca». Con ello obtiene uno de sus mayores méritos, en mi opinión, en esta obra: conseguir que sintamos esas mismas emociones (es decir, una vez más nos manipula a su antojo) y lograr que empaticemos (quién lo hubiera dicho en las primeras páginas) con el deleznable personaje y compartamos su dolor. El desenlace... Bueno, eso mejor lo omito. No voy a ser yo la única que haya caído a cuatro patas, creo yo.

En definitiva, no sé las horas que habré invertido (divina inversión) en leer la obra, pero se me han convertido en segundos. No sé cuántas cosas he dejado de hacer, cuántas obligaciones he dejado de atender (ay, Dios, espero que no muchas), pero solo quería seguir y averiguar de una maldita vez qué demonios estaba pasando.

Algunas de sus frases para mi colección:

“Y el reloj, enfrente, con sus manecillas instaladas en las nueve y 5”

«Las personas que sufren un dolor o una desgracia se preguntan siempre por qué les ha tocado a ellos sufrir, por qué la fatalidad los ha señalado con su dedo huérfano de misericordia»

«Habían sido cuerpos y eran humo»

P. D. Y si no era ya suficientemente tarde cuando acabé la última página, investigando qué se había dicho de la novela me encuentro, pasada la una de la mañana, un regalo que no esperaba encontrar:


Qué afortunada me siento habiendo podido verlo y escucharlo hablar, por fin, de sus obras. Con solo tres horas de sueño, pero feliz. Algún día me gustaría decirle que hay una cosa en la que se equivoca...

 

lunes, 16 de noviembre de 2020

Muro de las lamentaciones, de Rubén Castillo


Lo dijo Dante Alighieri y es verdad: casi todos, en medio del camino de la vida, nos encontramos en una selva oscura. Quizá por eso nos aferramos a la esperanza de que al final, exista un horizonte de luz que nos acoja, nos absuelva y nos reconforte. Los protagonistas de estos relatos son seres heridos, cercados por el fracaso, la decepción o el insomnio. Seres que han descubierto con tristeza que los tonos grises han empapado sus calendarios. Seres a quienes la lucidez ha desgarrado y que se acomodan como pueden a la resignación o a las lágrimas. Vivir, en ocasiones, es un ejercicio melancólico. Y todos los muros en que apoyamos la frente se transforman en muros de las lamentaciones.

Esas son las palabras que ilustran la contraportada de Muro de las lamentaciones, colección de catorce cuentos que constituye otro excelente ejemplo del modo excepcional de escribir de Rubén Castillo. Normalmente los grises tienen esa cualidad opaca y anodina que suele hacerlos pasar desapercibidos pero, en esta obra, nos encontramos frente a catorce lamentos compuestos por mil y un matices del gris más evocador, que seducen al lector prácticamente desde la primera línea. Temas y escenarios diversos, una impresionante galería de personajes de lo más variopinto dotados de una potente vida interior brindan al lector multitud de oportunidades de empatizar y/o sentirse identificado con alguna de esas almas perdidas, o rotas por el dolor, o ambas cosas (o con todas, como me ha ocurrido a mí).

Más que de los aspectos formales de los relatos –no estoy hoy yo muy fina ni muy inspirada en ese aspecto. Le echaré la culpa al dentista, y eso que hoy no ha habido anestesia– me gustaría destacar, ante todo, esa capacidad que tiene el autor de sorprender y seguir sorprendiendo, sus finales inesperados disparados a bocajarro. Lean si no “El hombre de los zapatos color corinto” y me cuentan. O “Alucinaciones”. Ese último y el divertido ejercicio metaliterario de “Dos cuentos para que usted los escriba” los he releído con muchísimo cariño porque ya aparecían en Hegel en el tranvía y los he podido gozar con más deleite si cabe (los “zapatos fricativos” del Cuento 1 me siguen alucinando). Los he leído, los he sentido, y he disfrutado la sensación de recordar lo que sentí al leerlos la primera vez. Para mí, y no sé si a ustedes les ocurrirá lo mismo, lo más sagrado, lo más importante de la lectura son las sensaciones del durante y del después. En esta ocasión, ha sido sublime saborear cada cuento, paladearlo y que el cuerpo me pidiera volver a leerlo. A eso hay que añadir el placer de la anticipación sumado a la seguridad de que la historia que viene a continuación se va a disfrutar igual o incluso más que la anterior.

Al principio he pensado que debería elegir alguno de los cuentos que más me han gustado para ponerlos como ejemplo pero, ¿por qué he de elegir? Me niego. Me quedo con todos. ¿Que por qué? Muy sencillo: porque los ha escrito él como solo él sabría escribirlos. Con su prosa intensa, lírica, maestra. Con su lenguaje preciso y brillante. Con su profusión de imágenes poderosas, impactantes y deliciosas (los “zapatos fricativos” siguen dándome vueltas por la mente). Demostrando, una vez más, su excelencia como narrador, como escritor, y como acariciador de mentes lectoras.

Y para mi colección de frases:

Los calendarios carecen de agenda cuando enumeramos pérdidas o contabilizamos reveses (del relato División Keeler)

Aunque permanecí en pie por inercia, en realidad ya estaba muerto por dentro (de Las Lágrimas de Gontard)

Sí, sé que he dicho que no iba a escoger ninguno, y no lo estoy haciendo, pero “Las lágrimas de Gontard” … particularmente doloroso y especialmente intenso. Necesito leerlo una vez más.

 

miércoles, 4 de noviembre de 2020

Los días humillados, de Rubén Castillo


¿Me vais a matar?

Este es el eco, implacable y demoledor, que me resuena en la cabeza y en las entrañas tras leer Los días humillados, de Rubén Castillo, editada por Murcialibro allá por diciembre de 2016.

Un empresario vasco secuestrado por ETA, un zulo, dos captores con nombres vasquísimos, un rescate, un tiempo que se agota... ¿Os suena, verdad? (Quini, Ortega Lara, Miguel Ángel Blanco, etc.) La trama de la novela no es entonces difícil de imaginar. Terrenos escabrosos y peligrosos donde no muchos se atreven a entrar y menos todavía salen airosos. El Sr. Castillo lo ha conseguido. Ha logrado conjurar en 101 páginas el miedo, la angustia, la oscuridad, de una de las épocas más negras de nuestra historia reciente: el terrorismo de ETA.

Con un único escenario (el zulo, opresivo, maloliente) y tres personajes (Jose María, la víctima, y Julen y Patxi, los perros guardianes que vigilan su reclusión –dejando aparte a Idoia, siempre ausente pero siempre presente, encarnando por un lado la divinidad para los gudaris, el terror para los demás) el autor persigue como objetivo centrar el conflicto mediante la oposición, dialéctica y psicológica, de ambas perspectivas. Por un lado, y por boca de los secuestradores, nos transmite el alegato propagandístico de la banda terrorista, la historia de su nacimiento y algunos acontecimientos importantes, su repugnante código moral, sus consignas, etc. («No fue un asesinato. Fue una ejecución, Txema. Una ejecución dictaminada por el pueblo», pág. 75) Por el otro, la perspectiva de la víctima, que aglutina la incomprensión, la desesperación, la rebelión, el miedo que consume, de aquellos (vascos y no vascos) que no les bailan el agua y, compartiendo o no ideario nacionalista, no se tragan sus ruedas de molino («Todo lo que representáis. Vosotros sois una inmoralidad», pag. 64. «Nadie debería mostrarse orgulloso de matar», pág. 80). En el vértice de ambas perspectivas se nos muestra claramente el cisma que ETA ha supuesto en la sociedad española, pero más aún en la vasca (mirad si no la historia de la familia de Patxi).

¿Y cómo articula el Sr. Castillo este combate de argumentos? ¿Cómo logra que entremos en la mente de ambas caras de la moneda y queramos comprender? Con un narrador externo prácticamente inexistente (puede que tributario de Espinosa, que nos mostraba los hechos en lugar de relatarlos), se vale del diálogo, magistral y soberbio (que es más bien monólogo por parte de los etarras, porque el secuestrado apenas responde, y porque a fuerza de repetir uno ciertas cosas en voz alta parece que se las cree más) y del intenso, duro pero precioso monólogo interior de la víctima. Aparte, y yo insisto, esa forma que tiene de transmitir las percepciones sensoriales es merecedora de aplauso. Te mete dentro del zulo y no te das cuenta hasta que al salir notas que ya te iba faltando el aire. La tangibilidad de las percepciones sensoriales en la literatura de Rubén Castillo, ya lo estoy viendo...

Una vez más, el coleccionista de mariposas demuestra, con su prosa ágil, su vigor narrativo y su tremenda intensidad dramática, su calidad como escritor en esta novela asfixiante y dura, pero dotada de una verosimilitud impresionante. Demuestra, además, con esta obra, que es un escritor valiente, tanto por abordar un tema tan complejo y lacerante, como por la forma en que lo ha hecho, dando voz explícita a lo que casi nunca nos cuentan sobre ETA.

Matadme, matadme ya. Matadme, por Dios. Matadme. Esas son las palabras de un hombre que se ha rendido. Dignidad arrebatada. Desesperación. 

Nota: puede parecer de lectura fácil, pero tomaos vuestro tiempo. Leedla despacio y empapaos de ella.

 

 

domingo, 1 de noviembre de 2020

Por un país desconocido, Rubén Castillo

40 poemas cortos.
40 puñales.
40 dosis de veneno sin antídoto.
40 sorbos de hiel.
40 gotas de acíbar.
40 ventanas con vistas a un dolor inconmensurable.
40 nudos en la garganta.
40 lágrimas amargas.
40 pozos de negrura.
40 batallas sin cuartel contra el miedo.
40 latidos ausentes.
40 desgarros.
40 descensos al infierno.

Ahora multiplicadlos por dos porque los he tenido que leer dos veces. 

Metáforas bellas y desoladoras (algunas ya conocidas antes de viajar al país desconocido). No puedo fijarme demasiado en la forma porque todo lo que destilan me nubla la vista. ¿Cuánto dolor cabe en unos pocos versos? Tristeza infinita.

Anillo de Moebius, de Rubén Castillo

¿Dónde estaba, pues, la frontera entre la mentira y la verdad, la línea de separación entre la vigilia y el sueño, la membrana invisible que diferenciaba al apoderado del enfermero? No era admisible imaginar que los delirios de la mecánica cuántica pudieran injerirse en la cotidianeidad y poblarla con sus infinitos desdoblamientos, negaciones, nieblas y antítesis, para hacer de una montaña una sima, de un fogonazo negrura, o de un él un no-él.

Esa es una de las preguntas clave que se hace el personaje principal de la obra que nos ocupa: Anillo de Moebius, publicada en octubre de 2014 bajo el sello de la mallorquina Sloper.

Según he podido leer en alguna wiki, una cinta, banda o anillo de Moebius es una cinta de papel cuyos extremos se han unido al girarlos. Se dice que tiene una sola cara y un solo borde. Obtusa de mí, llevo un rato mirando en Google cintas de Moebius y siempre veo dos caras. Parece ser que muchos expertos en psicoanálisis usan este quasi-mágico recurso para explicar que las oposiciones binarias o las alternancias (verdad/apariencia, realidad/ilusión, amor/odio...) no son tales, es decir, no son items diferenciados que existan en ejes separados, sino que forman parte del mismo continuum. ¿Ocurrirá como ellos dicen? Desde luego, lo que está claro es que estas oposiciones o alternancias son el hilo de seda con el que Rubén Castillo hilvana de forma cautivadora la maraña de situaciones, diálogos, monólogos y pensamientos que conforman las poco menos de 180 páginas de la novela.

La sinopsis, en la contraportada del libro, comienza con una aseveración irrefutable: «Yo soy yo y mi circunstancia». Pero, ¿qué pasa cuando esa circunstancia cambia hasta el punto de perder el ancla de tu propia identidad? Que se lo pregunten a Enrique Beltrán, personaje central de la narración, cuya vida se torna anillo de Moebius un lunes al subir a un autobús. Él tan tranquilo pensando en sus cosas cuando, de repente, una chica «estereofónica» comienza a llamarlo por un nombre que no es el suyo mientras le pide disculpas por un etílico conato de infidelidad. A partir de ahí, todo se le vuelve caos. Al principio piensa que es una broma mayúscula, pero hay demasiadas cosas que no encajan. Conforme vayan haciendo descubrimientos, Enrique y los lectores se sentirán cada vez más confusos.

El tiempo de la narración (de diecisiete capítulos y un epílogo) transcurre en cuatro días. Durante esos cuatro días, vividos prácticamente hora a hora, el autor nos hace experimentar y casi sentir en carne propia la sorpresa, la incredulidad, la angustia, el miedo, la duda, de Enrique Beltrán/Julio Díaz, y nos permite asistir, sentados junto a él, a un final que dejará a personaje y lectores ojipláticos y boquiabiertos por igual. Uno de los mejores finales que esta lectora ha tenido la oportunidad de disfrutar.

Como siempre, y creo que no me cansaré de repetirlo, en sus historias no es solo el qué sino el cómo, y su cómo es fascinante. Mediante un lenguaje fluido (coloquial a veces), dinámico y rico, construye una prosa a todas luces perfecta y nítida que mantiene la intriga, la incertidumbre, el desasosiego y la zozobra página tras página, hasta el punto y final de la novela. Sus diálogos son pulidos y certeros. Tiene un modo delicioso de dibujar, entre tanta tensión, tanta pregunta y tanta vacilación, pinceladas de sarcasmo, humor y ciertas notas de sabor ácido en su justa dosis. ¿Y sus metáforas y sus referencias? Ay (de suspiro, de querer retenerlas todas y que no se escape ninguna). Están llenas de ingenio. En ellas se muestra claramente el talento del autor y el equipaje cultural y literario con el que siempre viaja.

«...le llegó a la nariz el primer fascículo de la primavera, en forma de perfume de azahar» (p. 21). Qué forma tan suya de acariciar los sentidos y la piel lectora.

Bendita serendipia.

 

sábado, 31 de octubre de 2020

Buffet Libre, relato dentro de Nocturnos. Historias de sexo y muerte, de Claude Lalumière (traducción: Aurora Carrillo)


 BUFFET LIBRE

O sea, mi pelo está recién teñido; tan negro como me ha sido posible. Además, toda la ropa que llevo es negra: pañuelo, abrigo de cuero (con un corsé de encaje debajo), guantes de cuero, falda, medias de red, y botas de media caña. Luego está mi piel. O sea, para empezar, soy bastante pálida, pero la hago parecer aún más pálida con maquillaje blanco. Para darle glamour, la cubro con purpurina blanca. Hace que prácticamente brille en la oscuridad. El toque final: sombra de ojos blanca enmarcada con delineador negro, y lápiz de labios azul brillante. O sea, estoy impresionante. Maravillosa. Sobrenatural.

O sea, de verdad, ya es hora de echar un polvo. Estoy en Montreal, por el amor de Dios. La ciudad del pecado de la Costa Este y bla, bla, bla...

O sea, esto es jodidamente fantástico. La noche. La música. Los bares. Las chicas guapas. Los chicos sexys. Los hombres, que están más buenos todavía. Es una especie de buffet libre. Pero todavía no me he llevado a nadie a casa. Y tampoco he dejado que nadie me lleve a la suya. A ver, no soy una estrecha. En la Manitoba rural de donde vengo no hay nada que hacer aparte del sexo, aunque no haya mucho donde elegir. Así que lo haces porque, en comparación, es mejor hacerlo que no hacerlo.

Pero esto es abrumador. Casi paralizante, diría yo. Con tanto donde escoger, ¿cómo puedo escoger? Además, la verdad es que, antes de esta noche, no estaba segura de estar lista. A ver, no es que esté completamente segura ahora mismo, pero ya está bien, ¿sabes? Hay tantas oportunidades que aprovechar ahora que vivo sola en la ciudad. No quiero engancharme a nadie todavía. Solo quiero averiguar quién puedo llegar a ser en medio de esta algarabía, ideal y maravillosa, que me rodea. Pero ya estoy empezando a sentirme como una monja o algo así. Así que hoy toca follar.

A veces, claro, cuando salgo, me enrollo con algunos chicos, y chicas. Incluso dejo que me magreen un poco si me gustan de verdad. Pero de momento no he dejado que vayan más allá. Todavía no. Y, en especial, me he mantenido fuera del alcance de los hombres. Ya sabes a los que me refiero. Esos que tienen una mirada de lobo irresistible; esos que parecen moverse como si el espacio a su alrededor les perteneciera, pero sin una pizca de arrogancia; esos con manos fuertes que te harán rendirte a la primera de cambio.

No, de ellos me he mantenido alejada, porque estoy segura de que ahí es exactamente donde soy capaz de perderme y no encontrarme.

~

O sea, casi todo el mundo está en grupitos, riendo, charlando y toda esa mierda. Yo, como siempre, me muevo sola entre toda esta gente. Soy como un espectro, una sombra eterna que acecha la noche de Montreal.

O sea, voy a mi club favorito, BizBiz Bizarre. Está en el Plateau, no muy lejos de donde vivo, y allí la gente suele vestirse como le da la gana, algunos de forma muy original. Pero, ahora mismo, estoy tan espectacular que soy capaz de destacar incluso entre todos ellos.

Pero, por alguna extraña razón, esta noche resulta muy aburrida. La música es como muy de los 90. O sea, Red Hot Chilli Peppers- ¿en serio? No es que haya precisamente una multitud y, además, la mayoría parecen heteros. ¿Qué es esto? ¿Me colado sin querer en alguna fiesta universitaria o algo así?

De repente, tres tíos se ponen a bailar a mi alrededor. No paran de chocar contra mí y de reírse. Son todos jodidamente altos y musculosos. Y esa ropa que llevan, tan ordinaria y tan poco original; obviamente, solo son niños ricos. De los que el día de mañana serán médicos o abogados. Cada vez se ríen más fuerte y de manera más mezquina. Trato de librarme de ellos, pero me están rodeando, y cada vez me acorralan más. Aunque saben que estoy ahí, me ignoran por completo. Cada vez que me rozan con sus cuerpos, puedo notar que están empalmados.

Joder, ya está bien.

Me pongo a gritarles como una loca, a todo pulmón, para que puedan oírme por encima de la música. Parezco una maldita harpía del infierno. Aprovecho el momento de confusión y consigo escapar. No miro atrás.

Al minuto siguiente estoy ya en la calle, corriendo a la máxima velocidad que me permiten mis piernas.

~

O sea, soy idiota. Por lo menos podría haber corrido en dirección a mi casa. Pero no. Estaba como demasiado acojonada. Una jodida víctima indefensa e histérica. Esto no está tan bien como pensaba. De todos modos, mi casa no queda tan lejos.

Mierda. De nuevo sola a casa. Jodidamente sola. Otra vez. Soy una cagueta. Una perdedora. Esta noche no ha sido más que una jodida decepción. O sea, estoy totalmente decepcionada conmigo misma. Sé que no ha sido culpa mía pero joder, esto no es lo que quería.

De repente, noto que se me erizan los pelos de la nuca, y un escalofrío me recorre la columna. Otra vez me encuentro rodeada por un grupo de tíos. Joder, son los mismos gilipollas del club. Me empujan hacia un callejón, y me sitúan detrás de un contenedor de basura, de manera que nadie me pueda ver desde la calle. Sí, un cliché, pero, joder, como asusta.

Me doy cuenta de que no puedo quedarme allí sin hacer nada. Me dispongo a gritar pero, antes de que ningún sonido pueda salir de mi garganta, unas manos ásperas y apestosas me tapan la boca. Trató de darle un mordisco al tío, pero no puedo mover la mandíbula. Este tío es demasiado fuerte para mí.

Mierda. Mierda. Mierda.

Forcejeo, intentando liberarme- esto no me puede estar pasando; no soy una víctima. Me niego a convertirme en víctima. Pero apenas puedo respirar y soy una maldita debilucha.

Mierda. Mierda. Mierda.

Entonces oigo unos gritos ahogados... Noto una brusca ráfaga de viento, como un mini-huracán o algo por el estilo... Seguido de unos golpes secos... Y soy libre.

Debería echar a correr mientras pueda, pero me siento segura. Y la curiosidad vence sin mucha dificultad a la precaución. Miro a mi alrededor.

Los tres tíos están en el suelo, boca arriba. Al menos dos de ellos están como totalmente muertos, con las gargantas desgarradas y las tripas fuera. Hay una figura inclinada sobre el tercer tipo. Un hombre con la cara enterrada en el cuello del tío. Como si estuviera comiendo o algo así.

Debería largarme de aquí pero estoy como totalmente hipnotizada.

No quiero hacer ningún ruido, pero, como si fuera una niñita estúpida, se me escapa un grito.

El hombre se gira para mirarme, y como que lo reconozco totalmente. Pero antes de poder decir nada- ¡zas!- una niebla gris, y ha desaparecido. Como si nunca hubiera estado aquí.

Pero, evidentemente, no he sido yo la que ha abierto en canal los cuerpos de los tres tipos que, por cierto, están aquí a mis pies, con las tripas fuera.

Así que me piro.

~

O sea, ¿hombres? Chicos mayores. ¿Vale? Manteneos alejadas de ellos. Especialmente de mi vecino de enfrente. No sé cómo se llama. No sé nada sobre él. Bueno, eso no es del todo así. Sé dos cosas sobre él. Una, que es demasiado sexy para mi propio bien. O sea, joder. Sus ojos son tan oscuros y tan intensos que mojo las bragas cada vez que me los cruzo. Además, es súper alto. Debe de medir más de dos metros. Tiene el pelo largo, de un granate muy oscuro, adornado por unas pocas canas. Y se mueve como una pantera. En silencio, con seguridad, pero listo para atacar en cualquier momento. Dos, también sé que es capaz de matar y destripar a tres tíos como tres armarios en menos que canta un gallo.

Mierda. Mierda. Mierda.

~

O sea, ha pasado una semana. Y en todo este tiempo no le he visto ni una sola vez. Ni una. Pero sé que está ahí. Básicamente porque escucha música a todas horas, y las paredes de este edificio son una mierda.

Al final va a ser bueno que no traiga nunca nadie a casa porque, como que todo el mundo iba a escuchar la sesión de sexo.

El tipo de enfrente tiene gustos raros. Es como que un minuto está escuchando punk del duro y al minuto siguiente escucha melodías de música de cámara. A menudo se pasa el día escuchando mierda como Anne Murray o Barry Manilow.

Sin embargo, ¿por qué estoy tan asustada?

O sea, me salvó, ¿no? Si hubiera querido, yo hubiera sido su postre. Estoy segura de que mi sabor es mucho mejor que el de esos chicos universitarios. ¿Será que solo le gustan los tíos?

Por, digamos, enésima vez me planto en su puerta, con mi dedo a milímetros del timbre. Pero soy una gallina y salgo corriendo a mi piso. Siempre me pasa lo mismo.

~

O sea, voy al trabajo. Me aburro. Salgo. Me aburro. Me quedo levantada toda la noche. Me aburro. Me emborracho. Me aburro. Me drogo con cualquier cosa que pueda meter en mi boca, mis pulmones, mi nariz, mis venas. Me aburro.

La gente flirtea conmigo. Me aburro. Películas. Por favor- me aburro. Todo es aburrido. Incluso comer es aburrido.

¿Y cuando me masturbo?

¿A que no lo adivináis? Lo hago pensando única y exclusivamente en una cosa: en mi vecino de enfrente, con toda esa sangre goteándole de la cara, mirándome. Sí, mirándome. Repito esa escena en mi mente una y otra vez. Y estoy segura de lo que vi entonces y de lo que sigo viendo en mi mente: que estaba preocupado por mí.

Pero, ¿por qué coño tendría que preocuparse por mí?

Y me corro de manera brutal.

~

O sea, no sigo mucho las noticias. Ni siquiera tengo televisión. Pero alguien se dejó un periódico en la mesa del comedor del trabajo. Y el titular dice, Salvada Mujer en Silla de Ruedas. Agresores Brutalmente Asesinados.

O sea, por supuesto, sé con seguridad que ha sido él. De todas maneras, leo la noticia completa. Menciona otros incidentes supuestamente obra del mismo vigilante homicida: un niño rescatado de una limusina (tres hombres muertos); un anciano salvado de un conductor borracho (solo una muerte esta vez); una pareja de atracadores armados destripados mientras amenazaban a una cajera de un supermercado (pero las cámaras no pudieron captar más que un borrón); una pandilla de adolescentes, que se dedicaban a torturar y matar a los gatos del vecindario, hechos trizas. Según el periódico, mi propio trío de potenciales violadores había sido el primer incidente. Yo nunca lo denuncié pero, claro, encontraron los cuerpos.

Pero ahora, por primera vez, tenían una descripción. La idiota de la silla de ruedas, como que va y lo delata. Su descripción es un poco imprecisa, pero se acerca mucho. ¿Es que quiere que la policía lo encuentre? O sea, la salvó. La gente puede llegar a ser tan jodidamente desagradecida.

~

O sea, esta vez estoy tan decidida que ni siquiera dudo. Ni siquiera durante un nanosegundo. Toco el timbre por tercera vez, pero él no abre la puerta. Sé que está dentro. Puedo escuchar la música. (Aunque desearía no escucharla. O sea, The Carpenters, ¿en serio?)

Golpeo la puerta. No voy a dejar que me ignore. Finalmente, la puerta se abre, y ahí está él. Verlo por primera vez desde aquella noche me deja un poco en shock.

“Hola, Jenny.” ¡El tío sabe cómo me llamo! Parece más alto de lo que recordaba. Una puta torre infernal rebosante de poder primigenio. Y sus ojos, hostia puta. Lo que hay ahí dentro es profundidad, y lo demás son tonterías. Me siento como una minúscula mota ante él, apenas merecedora de estar en su presencia. Y estoy jodidamente aterrada. Sobrecogida. ¿Es esto lo que se siente al estar delante de un dios? Y mis bragas, como que están empapadas. Siento un calor intenso ahí abajo. Ganas de él.

Pero, joder, no es ningún dios. No sé ni por qué pensé eso. Entonces, finalmente caigo en la cuenta de cuál es la pregunta obvia; si no es un dios, ¿qué coño es? O sea, he estado tan distraída por la lujuria que no se me ha ocurrido hacerme esa pregunta tan básica. O sea, se ve a leguas que no es una persona normal. A lo mejor es un extraterrestre, o un experimento gubernamental fugado (¿tenemos mierdas de esas raras en Canadá?) o yo qué coño sé.

Como si pudiera leer mi mente, me suelta, “Creo que el término que mejor me describe es vampiro.”

Vale. Vampiro. OK. O sea, que es un loco psicópata. ¿Qué demonios estoy haciendo hablando con él? Pero digamos que si, hipotéticamente, lo fuera en realidad... Entonces debería correr para ponerme a salvo. En cualquiera de los dos casos, es hora de salir por patas- o sea, ya. Lo haría, si no fuera por el hecho de que no puedo moverme. Siento sus ojos sobre mí- como si me estuviera sujetando psíquicamente, impidiendo que me moviera.

Me dice, «Pasa.» Y, como un maldito títere manejado por sus cuerdas, desfilo hacia la oscuridad de su apartamente.

Oigo la puerta cerrarse tras de mí.

~

O sea, la siguiente cosa de la que soy consciente es de que estoy tumbada en un sofá que no me es familiar, relajada como si nada, con un dolor extrañamente agradable en mi muñeca izquierda. Intento levantarme pero, aunque no le veo, siento su mirada, su voluntad, que me mantiene allí, tumbada y en calma. Incluso intento forzarme a entrar en pánico pero, en lugar de eso, una ola de serenidad me invade. Así que me dejo llevar.

Estoy como flotando totalmente en un mar de deliciosa insensibilidad. Es como después de haber tenido un orgasmo brutal. Solo que sin el sudor y el escozor.

No tengo ni idea de cuánto tiempo llevo aquí. La iluminación es tenue pero mis ojos se van acostumbrando poco a poco a ella.

Al menos el tío ha apagado la música. Al final, recupero la suficiente claridad mental como para sentarme y comprobar qué le pasa a mi muñeca. Y como que ahí están, dos minúsculas marcas de mordedura sobre una de mis venas.

«Bienvenida.» Su voz grave resuena como si llegara desde lo más profundo de una húmeda caverna subterránea. Es sexy hasta derretirse.

De nuevo, una parte de mí es consciente de que debería temer por mi propia vida, pero mi cuerpo se niega a obedecer a esos sentimientos.

Esa voz otra vez: «Si quisiera matarte o lastimarte, ¿no crees que ya lo habría hecho? Aunque no me pude resistir a probar un sorbo. Te lo confirmo, estás realmente deliciosa.»

A estas alturas, mis bragas ya debían haberse disuelto.

«Lo siento. No puedo satisfacer tus deseos.» Otra vez leyéndome la mente. Mierda. Y entonces aparece ante mis ojos. Y yo lucho contra una necesidad casi incontrolable de caer de rodillas. No, no así             (bueno, no solamente así), pero sí de adorarle- porque realmente me siento como si estuviera en presencia de un dios.

«Puedo parecer humano, pero no lo soy. Para mí significas lo mismo que para ti significaría una preciada mascota o un animal de granja. Podrías ser una compañía agradable o una preciosa fuente de alimento, pero nunca querría, ni podría, mantener relaciones sexuales contigo.»

Atiné a decir, «Algunas personas, ya sabes, quieren mucho a sus vacas.» Genial. Me acababa de comparar con una vaca. Felicidades. O sea, qué seductora soy.

«No tengo por qué darte explicaciones, pero me diviertes. El sexo es irrelevante: no tengo necesidades sexuales ni reproductivas. Simplemente existo.»

No soy tan estúpida. Sé cosas sobre los vampiros. He visto unas cuantas pelis y eso. «Pero cuando, como lo llamáis, transformáis a alguien en vampiro-» (y en ese mismo instante se me ocurre que ese puede que sea el destino que me tenga reservado; y me doy cuenta de que, aunque pueda sonar friki, ahora me creo que realmente sea un vampiro) «- no es como satisfacer una necesidad reproductiva?»

Él suspira. «Eso es solo folclore. Mito. Ficción. Yo no puedo transformar a un humano en vampiro, lo mismo que tú no puedes transformar a un gato en un ser humano. Lo he intentado. Lo he intentado de todas las maneras posibles, de todas las formas sobre las que he leído o se me han ocurrido. Pero no son más que estupideces.»

«Entonces, ¿cómo se convierte alguien en vampiro? ¿Cómo hacéis para que haya más de vuestra especie?»

De nuevo, un suspiro, pero esta vez profundo y apesadumbrado. «Hasta donde yo sé, no hay otros. Solamente yo. Siempre ha sido solamente yo.»

Ey, conozco esa sensación. Solamente yo es como la historia de mi vida.

Le pregunto, «Tío, ¿como cuántos años tienes?»

Se sienta a mi lado y coge mi mano entre las suyas. El hecho de que toda mi mano quepa dentro del hueco que forman sus palmas me hace sentir todavía más pequeña. «Ojalá lo supiera. Mi memoria es poco fiable. A veces, en sueños, pienso que recuerdo el pasado más lejano, hasta antes de la aparición de los humanos. Algunas veces, creo que recuerdo no haber tenido siempre esta forma humana. Recuerdo vagamente que tenía unas revistas, y que leía en ellas sobre mi pasado, pero las perdí todas en un incendio a finales del año 1800. Ese es mi primer recuerdo claro. Un incendio en Londres. Algunos días siento que ese recuerdo empieza también a desvanecerse, pero trato de aferrarme a él con fuerza. Recuerdo que, incluso después del incendio, tenía otros recuerdos anteriores, pero ya han desaparecido por completo. Mi mente no puede almacenar todos los recuerdos de mi existencia, por lo que el pasado se me escapa, se desintegra conforme pasan los años. Me autodenomino vampiro simplemente porque nada satisface mi hambre tanto como la sangre humana, y porque también se me pueden aplicar otros elementos del mito.»

«O sea, huyes de las cruces, no soportas el sol- mierda como esa?»

«Los símbolos religiosos no me afectan. Eso no es más que otra superstición. Sin embargo, soy vulnerable a la luz del sol, aunque mucho menos si hace poco tiempo que he saciado mi hambre.»

¿Por qué diablos me está contando todo esto? Sólo se está burlando de mí. Va a matarme en cuanto me relaje por completo y confíe en él. Únicamente para satisfacer algún ansia perversa y monstruosa.

Se ríe; y entonces recuerdo que puede leerme la mente.

«Lo que te infundió el valor necesario para llamar a mi puerta fue que te preocupaste por mi bienestar. ¿Por qué desconfiar de ti? ¿Por qué desconfías tú de mis motivos?»

Casi le creo. ¿O me está manipulando de alguna forma, hipnotizándome para que confíe en él?

«Oh, y realmente no puedo leerte la mente. Es solo que, como la mayoría de los humanos, transmitís vuestros pensamientos y emociones más abiertamente de lo que pensáis. Tu olor, tu postura, tu cara, tus feromonas... es todo bastante transparente. Pero sí, puedo ejercer cierto control sobre tu voluntad. No sería bueno para ninguno de los dos que empezaras a gritar o hicieras otro tipo de estupidez. Lo cierto es que he ido disminuyendo gradualmente mi control sobre ti. Aunque a regañadientes, estás empezando a aceptar la verdad.»

Suelto la pregunta que me ha estado incordiando desde hace un rato. «O sea, ¿por qué actúas como un héroe y salvas a la gente?»

«Vi cómo te amenazaban aquellos chicos, y me percaté de que eras mi vecina de enfrente. De todos modos, estaba hambriento, así que les ataqué. Me alimenté de ellos. Pero entonces, al rescatarte, sentí algo... algo... bueno. Lo volví a probar, salvando a otras personas. Por desgracia, no me proporcionó el mismo sentimiento de satisfacción como aquella primera vez, cuando te salvé a ti. Así que he dejado de jugar al héroe vampiro. Lo que importa ahora es que estás aquí. Que estamos conectados. ¿No es eso lo que quieres? ¿Lo que ambos queremos?»

Lo que acaba de decir me ha desconcertado un poco, pero me esfuerzo por concentrarme. «Bueno, todo eso es muy bonito y tal, pero ahora la policía puede encontrarte, aunque hayas dejado el rollo ese de vigilante. Ahora saben cómo eres. Tenemos que hacer algo.»

«¿Tenemos?»

Y, así de simple, veo como puede cambiar mi vida.

«Sí. Tenemos. Me quieres cerca, y yo quiero estar cerca de ti. Puede que seas un vampiro de la hostia viejo como el sol y eso, pero no eres muy disimulado que digamos. Puede que deseemos cosas diferentes, pero a lo mejor se nos puede ocurrir un plan que te permita alimentarte, preferiblemente de tipos malos que de todos modos no merecen vivir, y a la vez esconderte de los polis. O sea, necesitas comer, ¿vale? Al mismo tiempo, podrías hacerle algo de bien a la sociedad. Ya estoy involucrada, y lo sabes. Y quiero participar.» Lo que no digo, pero que probablemente ya sabe, es lo mucho que necesito esto.

Algo que nadie de mi familia ni de mi pueblo podría siquiera imaginar. Algo tan fuera de lo común que podría hacerme olvidar todo sobre el lugar de donde vengo. «Ahora...Dime: exactamente, ¿qué clase de poderes tienes? Y debilidades. Tu historia. Tu nombre. Toda esa mierda. Cuéntamelo todo.»

Y, o sea, sus ojos profundos y oscuros se iluminan y dice, «Tienes razón. Tengo que... bueno, tenemos que asegurarnos de que nadie me reconoce.»

Sin preguntar, clava sus dientes en mi ya perforada muñeca.

~

O sea, deja de chuparme la sangre y me sonríe afectuosamente. Le gusto, es evidente. Mierda. ¿Le gusto? ¿Qué soy? ¿Un perrito faldero? Supongo que, para él, es lo que soy. Al menos, es mejor que ser un cerdo en el matadero. O sea, mejor ser su mascota que su próxima comida- obviando el mordisco y sorbo ocasional.

Conforme ese pensamiento cruza mi mente, coge mi otro brazo- el que no ha mordido todavía- y me vuelve a morder. Pero esta vez también me da algo a cambio: durante todo el tiempo que dura la succión siento que me estoy corriendo. No es que sea un gran, salvaje y escandaloso orgasmo, sino más bien una ola continua y suave de un placer profundo. ¡Guau! Según yo, se acerca mucho al sexo.

Sin embargo, no puedo dejar de pensar en las marcas de mordedura en mi piel. O sea, no es que mañana en el trabajo vayan a pasar desapercibidas.

Apartándose de mí, se lame los labios y dice: «No te preocupes, las heridas habrán desaparecido al amanecer.» Entonces sonríe como un chiquillo. «Oh, y ese pequeño extra que te he dado...» O sea, me está mirando lascivamente. ¡Qué hipócrita! Animal de granja, ¡y una mierda! Pero no me voy a quejar.

«Puedo controlarlo. No suelo hacer eso con mis víctimas. Y tú no eres una víctima.» Tengo que reconocer que este tío sabe qué decir para que una se sienta especial.

Me abre la blusa y sus dientes se acoplan a mi hombro. Y es como la felicidad absoluta. Como estar en el cielo.

~

O sea, ¿me he desmayado otra vez? Estoy jodidamente mareada. El vampiro me sostiene la mano. Es como muy mono.

«O sea, tío, ya puedes ir escupiendo. Ahora somos un equipo, tú y yo. Cuéntamelo todo.» Necesito tanto que se abra a mí. O sea, como que le dejo que me abra las venas y se alimente de mí. Me parece lo justo. «Si vamos a estar juntos en esto tiene que haber como confianza mutua, ¿no?»

Sonríe abiertamente y coge mi brazo, acariciando mi piel con sus afiladas uñas. Me provoca escalofríos. Pero él ya lo sabía. Dice, «Yo también quiero saberlo todo sobre ti.» Y con eso, vuelve a clavar sus dientes en mi hombro. Conforme mi sangre pasa de mis venas a su boca, siento que el peso de mis dudas se disipa. Siento que no es solamente mi sangre, sino mi esencia, la que se escapa hasta él. Esta sensación es jodidamente fantástica. Como el nirvana. Estoy a punto de olvidar quién soy.

Retira su boca de mi piel, y dice, «Tantos meses en este edificio, y nunca has traído amigos a tu casa. No te he oído nunca hablar con nadie por teléfono. Estás tan oportunamente sola.»

Mierda. De repente me pongo a llorar. Llevo en Montreal como tres meses. Y aún no he hecho amigos. Tampoco es que tuviera amigos en mi pueblo. ¿Y mi familia? Que les jodan. Mierda. Me prometí a mi misma que no lloriquearía por estar sola. Es mi elección. No me entristece, no soy ninguna víctima del mundo cruel. No lo soy. No lo soy. Joder. Joder. Joder.

El vampiro me acuna mientras lloro. Esto es jodidamente vergonzoso. Sus dientes perforan con ternura mi garganta, y bebe un poco más de mi sangre.

Haciendo una pausa, dice, «Antes, me preguntaste cómo me llamaba. Si alguna vez tuve nombre, hace ya mucho que lo he olvidado. Esta forma humana se llamaba Randolph. Pero ya es hora de que me deshaga de esta vieja piel y evolucione.»

¿Randolph? La sonoridad del nombre me hace reír, y, o sea, parece que voy drogada. Como si me hubiera fumado un puñado de porros o algo así. Seco lo que queda de mis lágrimas, palpo las pequeñas perforaciones en mi cuello, y continúo riéndome como una idiota.

Con sus fuertes manos sujetándome por los hombros, Randolph vuelve a clavarme los dientes en la garganta. Esta vez no es tan suave, pero está bien. Vuelve a beber de mí. Me está empezando a costar mucho trabajo recordar. O sea, joder, ¿cómo me llamo? Y cosas como esa.

Y todo esto está dejando de ser tan agradable para mí. Como que me están empezando a doler los huesos. Y ya no puedo ver con suficiente claridad. Mi boca está como muy reseca y en carne viva. También siento la piel seca y agrietada.

Lo miro y como que alucino totalmente. Podría jurar que me estoy mirando a mí misma.

¿Quién coño es él? ¿O es ella? ¿Qué estoy haciendo aquí? ¿Dónde estoy?

Siento que él/ella me quita la ropa y recorre con sus uñas mi piel arrugada.

Él/Ella se inclina y muerde mi muslo. Y él/ella bebe de mí. Siento como que mi esencia pasa de mi cuerpo al suyo.

~

O sea, me duele todo. Soy tan jodidamente vieja, y estoy tan cansada. ¿Por qué se siente uno tan mal siendo viejo? O sea, todo el mundo se hace mayor. Así es la vida, ¿sabes? Ojalá pudiera recordar mi vida. ¿Tuve hijos? ¿Mis tetas eran bonitas cuando era joven? ¿Conseguí algo en la vida? Nada... no recuerdo nada.

¿Quién es esta chica que está sentada a mi lado? Me suena...pero no soy capaz de recordar quién es... ¿Por qué tiene la boca llena de sangre? ¿Y por qué estamos desnudos?

Se agacha y -¡oh!- me muerde con fuerza en la barriga. Debería doler, pero, en lugar de eso, lo siento como un alivio. Es tan placentero. Como flotar en un mar de puro placer. Liberarme de mí. Liberarme de todo...

~

O sea, adiós Randolph, hola Jenny. Jenny está muerta. Viva Jenny.

O sea, como que despedazo lo que queda de la vieja Jenny y lo reparto en bolsas pequeñas. Entonces, me pongo su ropa. Pero, ¿en serio? Esto no es nada para lo que tengo en mente.

Así que voy a mi nuevo apartamento- el apartamento de Jenny- y, o sea, me arreglo totalmente. Mejoro lo que hay, para entendernos.

Me tiño el pelo lo más negro posible. A continuación: un corsé negro de encaje; guantes de cuero negros; falda negra; medias de red negras; botas negras de media caña. Y luego está mi piel. O sea, para empezar, soy bastante pálida, pero la hago parecer aún más pálida con maquillaje blanco. Para darle glamour, la cubro con purpurina blanca. Hace que mi piel prácticamente brille en la oscuridad. El toque final: sombra de ojos blanca enmarcada con delineador negro, y lápiz de labios rojo brillante. O sea, estoy impresionante. Maravillosa. Sobrenatural.

De camino a los clubs del centro, voy tirando las bolsitas con los restos de Jenny en contenedores públicos, pero evito los que están cerca de casa.

Esto es jodidamente maravilloso. La noche. La música. Los chicos y chicas guapos. Los hombres y mujeres sexis. Es, o sea, como un buffet libre. Es casi abrumador. Tanto donde escoger. Dejo que algunos hombres y mujeres me magreen, que algunos chicos y chicas me besen. Hasta que encuentre a la persona adecuada para esta noche. Esa persona que sepa bien. Entonces, la dejaré que me lleve a su cama, y me tocará a mi besarla.


Aurora no se durmió, de Judith Romero

Cuando era pequeña me encantaba que me contaran cuentos. Mi madre me enseñó a leer muy pronto y comencé a leerlos a una velocida...