A mis treinta y cinco años, después
de esa última gota que desbordó el vaso de mi vida, lo único que
me quedaba por hacer antes de perder completamente la dignidad era
renacer en cualquier otra parte del mundo, y para eso no siquiera
necesitaba desplazarme demasiado lejos.
Con esta frase, María González,
protagonista de Donde las calles no tienen nombre (Roca
Editorial, 2015), de Mónica Rouanet, le deja claro al lector desde
el prólogo cuál es el actual objetivo de su existencia:
reinventarse, renacer, pasar página y empezar de cero. En ocasiones,
aunque no seamos (o puede que sí) conscientes de ello, nuestra vida
cobija de todo salvo verdades y amor. Nos convertimos en sombras de
lo que una vez quisimos ser y agachamos la cerviz sin mucho reparo
para no romper los moldes que otros emplean para modelarnos y
esculpirnos a su arbitrio, sin percatarnos de que nos asfixiamos, de
que desaparecemos progresivamente conforme callamos y otorgamos, de
que morimos un poco con cada nueva imposición que va lastrando
nuestras alas. Algunas personas, como nuestra protagonista, lo
descubren a tiempo y usan el resquicio de dignidad que les resta para
cambiar el rumbo de sus pasos.
A sus treinta y cinco años, harta del
férreo control que su madre ejerce sobre ella, María del Pilar
González de Ayala abandona a escondidas el domicilio familiar que
comparte con su progenitora, sito en el madrileño barrio de
Salamanca, y decide ocultarse del mundo en un ático ubicado en un
pueblo a las afueras de Madrid cuya existencia desconoce cualquier
miembro de su perfecta prosapia. De lo poco que lleva en su equipaje,
lo que más pesa es sin duda la muerte de su padre y la de su amigo
Gonzalo (su ex-novio), ambas en extrañas circunstancias. El primero
fue atropellado, junto a su “amante”, cuando cruzaba un paso de
cebra, por un coche que se dio a la fuga. El segundo falleció a
causa de una bala perdida en un supuesto tiroteo entre bandas
rivales. Ambos eran las únicas personas que incitaban a María (uno
de sus primeros actos de liberación es acortar su nombre a María,
como la llamaba su padre) a deshacerse del pesado yugo materno y
levantar el vuelo. La sospecha de que ninguna de esas muertes fue
accidental es, pues, inevitable. El destino quiere que su camino se
cruce con el de Alberto, hijo de la amante de su padre, para resolver
juntos el enigma de su orfandad compartida, y descubrir caminos que
hasta entonces a María le estaban vedados. María decide tomar las
riendas de su vida y va creciendo según avanza la narración (“el
toro por los cuernos”, repite como un mantra en infinidad de
ocasiones) y descubrir las verdades que hasta el momento todos le han
ocultado, y alejarse del universo de escaparate, de los días
sacrificados a las apariencias y a vivir permanentemente de cara a la
galería. Desea escapar del constante maltrato psicológico al que la
somete su madre, de las continuas humillaciones, del credo de la
debilidad y la inutilidad que lleva tatuado a fuego en el alma. ¿Lo
conseguirá? Para saberlo, tendrán que leer...
En la primera persona de María (lo que
la convierte en protagonista absoluta), y con la colaboración de un
narrador omnisciente (para ofrecer al lector la perspectiva necesaria
en relación a los demás personajes), Mónica Rouanet nos cuenta una
historia bien engranada de oscuros secretos e intrigas familiares
cargada de suspense, protagonizada por pocos personajes pero bien
perfilados. Los hermanos de María, con los que mantiene una relación
prácticamente nula cumpliendo con los designios maternos, aportan a
la trama una jugosidad mayúscula. Gustavo, el psicólogo, dota al
personaje principal de una profundidad asombrosa a la par que supone
un buen acicate para la tensión dramática. La madre, de alta
alcurnia, machista, homófoba, altanera, manipuladora, castradora,
etc., es un personaje odioso y al mismo tiempo fascinante. Y María,
con una estructura sentimental y de carácter que la hace a todas
luces un personaje excelentemente fundamentado. Además, el lector
podrá apreciar la destreza de la autora en la construcción de los
diálogos y en el uso del flashback para desvelar retazos de un
pasado oscuro y desasosegante, y el acierto de su prosa sencilla, su
lenguaje fluido, natural y directo, de su ritmo ágil (sin llegar al
vértigo del thriller). El final: tenso, inesperado y redondo.
El título de la novela, acertadísimo.
Homenaje a Where the streets have no name de U2, y una
metáfora excelente para esa búsqueda de liberación, para ese
intentar alejarse del condicionamiento social que implica la
ubicación de la residencia de María. La novela en general, una
buena reflexión sobre la influencia del entorno familiar en nuestra
vida, sobre las cadenas (supuestamente revestidas de afecto) que nos
impiden ser nosotros mismos. Sobre la necesidad de dejar de
simplemente existir para llegar a ser.
N.B. Me encanta que un libro no me
permita cerrarlo sin saber qué pasa, aunque se me hagan las tres de
la mañana...