«El libro es, sobre todo,
un recipiente donde reposa el tiempo.
Una prodigiosa trampa con la que la inteligencia
y la sensibilidad humana
vencieron esa condición efímera, fluyente,
que llevaba la experiencia del vivir
hacia la nada del olvido».
Los libros y la libertad, Emilio Lledó.
Podría escribir un millón de líneas (o más) tratando de explicar qué significan para mí los libros, el relevante papel que desempeñan en mi existencia diaria y bla bla bla... Sin embargo, sé que el resultado sería una parrafada cursi, repetitiva y quasi denunciable. Por lo tanto, me abstendré y solo mencionaré que, en mi mundo, libros, besos, sonrisas, caricias y gestos de amor cohabitan el espacio de lo importante, donde nace, crece y se expande la magia. Los libros me han brindado tantas oportunidades, tantas primeras veces. Algunos han cambiado en mí paradigmas que creía inamovibles y me han abierto los ojos a realidades imposibles a priori. Gracias a ellos me he enamorado (yo, que pensaba que lo de las mariposas en el estómago no era más que una hiperbólica y estúpida invención), he sentido que... Pero bueno, si he dicho que no me iba a poner cursi... Dejémoslo en que son mi hábitat natural, mi fortaleza inexpugnable, mi lugar en el mundo. Algo similar debe de ocurrirle a la zaragozana Irene Vallejo, doctora en Filología Clásica y autora de la obra que acabo de terminar. El extracto que encabeza esta entrada es uno de los seleccionados por la escritora como introducción, y uno de sus primeros aciertos.
No suelo frecuentar mucho el terreno del ensayo, pero El infinito en un junco (Siruela, 2019) –una obra que trata sobre la historia del libro y su evolución a lo largo del tiempo– era demasiada tentación para no abordarlo siquiera. En ella, Irene Vallejo elabora un análisis crítico sobre la importancia del libro y su papel en la historia de la humanidad, y lo hace con detalle, pasión, un amplio bagaje de conocimientos sobre la Antigüedad y una extraordinaria documentación. La primera parte de El infinito en un junco está dedicada al papel fundamental que la Antigua Grecia desempeñó en la consolidación del libro como vehículo para retener y difundir el conocimiento. De manera especial, de ahí la preciosa metáfora del título, la autora señala el descubrimiento de los rollos de papiro como clave en el avance en la historia del libro. El papiro sustituyó a las rudimentarias las tablillas de arcilla, pues era un material fino, ligero, flexible y relativamente sencillo de conseguir en Egipto, donde se instalaron el Museo y la Biblioteca de Alejandría, hermosas iniciativas de Alejandro Magno llevadas a la práctica por Ptolomeo (y sus homónimos sucesores) que convirtieron a la ciudad egipcia en el epicentro cultural de Oriente y Occidente, tanto por el número de letras almacenadas como por la presencia en el Museo de numerosos sabios que explotaron al máximo las posibilidades de sus respectivas ciencias. En Europa, donde el papiro era proclive a sufrir numerosos desperfectos por el frío y la humedad, fue sustituido por el pergamino, elaborado con pieles ovinas o bovinas. Conforme el libro fuera ganando entidad y empaque, surgirían las bibliotecas y las librerías (artesanales copisterías en origen), todavía de forma ocasional y marginal, pero con un protagonismo creciente que, en la época romana, a la que está dedicada la segunda parte, adquirirá importantes dimensiones para la difusión de las obras y de la cultura en general (parece que también dieron un ligero empujoncito a la fama de los autores). Irene Vallejo describe el imparable proceso de democratización del libro con numerosos detalles, historias y anécdotas, desde el nacimiento de las ediciones de bolsillo a la proliferación de librerías, pasando por el auge de los códices, las bibliotecas públicas y la irrupción del bendito papel, facilitador del proceso de producción. El hilo de la narración no es en absoluto lineal. La autora a menudo recurre a las digresiones como ampliación de ciertos temas o para focalizar en historias secundarias, como la de Demetrio de Falero, el primer bibliotecario; o la desaparición de la Biblioteca de Alejandría; los numerosos casos de biblioclastia en la antigüedad, o el prestigio que tuvo en la educación de aquellas épocas el conocimiento de los autores griegos, sobre todo la obra homérica. Asimismo, la autora reflexiona sobre la importancia del libro como objeto cultural y su relación con la tecnología.
En El infinito en un junco, Irene Vallejo ofrece al lector un homenaje –repleto de emoción– a las palabras, al libro y a la cultura en general, narrado de forma elegante y exquisitamente literaria que huye de la árida rigidez, el academicismo y el tono argumentativo que suele caracterizar a las obras de investigación. Además de servirse de anécdotas, citas y referencias que tienden un sólido puente entre el presente del lector y el pasado del relato, incluye también algunas historias personales que añaden al libro un toque de cercanía y de memorialismo. Son tantas las cosas que se quedan fuera de este –ya demasiado largo– intento de pequeño resumen, que tendrán que aventurarse entre sus páginas para disfrutar de la obra en todo su esplendor. Adelante. No se arrepentirán.