sábado, 31 de octubre de 2020

Buffet Libre, relato dentro de Nocturnos. Historias de sexo y muerte, de Claude Lalumière (traducción: Aurora Carrillo)


 BUFFET LIBRE

O sea, mi pelo está recién teñido; tan negro como me ha sido posible. Además, toda la ropa que llevo es negra: pañuelo, abrigo de cuero (con un corsé de encaje debajo), guantes de cuero, falda, medias de red, y botas de media caña. Luego está mi piel. O sea, para empezar, soy bastante pálida, pero la hago parecer aún más pálida con maquillaje blanco. Para darle glamour, la cubro con purpurina blanca. Hace que prácticamente brille en la oscuridad. El toque final: sombra de ojos blanca enmarcada con delineador negro, y lápiz de labios azul brillante. O sea, estoy impresionante. Maravillosa. Sobrenatural.

O sea, de verdad, ya es hora de echar un polvo. Estoy en Montreal, por el amor de Dios. La ciudad del pecado de la Costa Este y bla, bla, bla...

O sea, esto es jodidamente fantástico. La noche. La música. Los bares. Las chicas guapas. Los chicos sexys. Los hombres, que están más buenos todavía. Es una especie de buffet libre. Pero todavía no me he llevado a nadie a casa. Y tampoco he dejado que nadie me lleve a la suya. A ver, no soy una estrecha. En la Manitoba rural de donde vengo no hay nada que hacer aparte del sexo, aunque no haya mucho donde elegir. Así que lo haces porque, en comparación, es mejor hacerlo que no hacerlo.

Pero esto es abrumador. Casi paralizante, diría yo. Con tanto donde escoger, ¿cómo puedo escoger? Además, la verdad es que, antes de esta noche, no estaba segura de estar lista. A ver, no es que esté completamente segura ahora mismo, pero ya está bien, ¿sabes? Hay tantas oportunidades que aprovechar ahora que vivo sola en la ciudad. No quiero engancharme a nadie todavía. Solo quiero averiguar quién puedo llegar a ser en medio de esta algarabía, ideal y maravillosa, que me rodea. Pero ya estoy empezando a sentirme como una monja o algo así. Así que hoy toca follar.

A veces, claro, cuando salgo, me enrollo con algunos chicos, y chicas. Incluso dejo que me magreen un poco si me gustan de verdad. Pero de momento no he dejado que vayan más allá. Todavía no. Y, en especial, me he mantenido fuera del alcance de los hombres. Ya sabes a los que me refiero. Esos que tienen una mirada de lobo irresistible; esos que parecen moverse como si el espacio a su alrededor les perteneciera, pero sin una pizca de arrogancia; esos con manos fuertes que te harán rendirte a la primera de cambio.

No, de ellos me he mantenido alejada, porque estoy segura de que ahí es exactamente donde soy capaz de perderme y no encontrarme.

~

O sea, casi todo el mundo está en grupitos, riendo, charlando y toda esa mierda. Yo, como siempre, me muevo sola entre toda esta gente. Soy como un espectro, una sombra eterna que acecha la noche de Montreal.

O sea, voy a mi club favorito, BizBiz Bizarre. Está en el Plateau, no muy lejos de donde vivo, y allí la gente suele vestirse como le da la gana, algunos de forma muy original. Pero, ahora mismo, estoy tan espectacular que soy capaz de destacar incluso entre todos ellos.

Pero, por alguna extraña razón, esta noche resulta muy aburrida. La música es como muy de los 90. O sea, Red Hot Chilli Peppers- ¿en serio? No es que haya precisamente una multitud y, además, la mayoría parecen heteros. ¿Qué es esto? ¿Me colado sin querer en alguna fiesta universitaria o algo así?

De repente, tres tíos se ponen a bailar a mi alrededor. No paran de chocar contra mí y de reírse. Son todos jodidamente altos y musculosos. Y esa ropa que llevan, tan ordinaria y tan poco original; obviamente, solo son niños ricos. De los que el día de mañana serán médicos o abogados. Cada vez se ríen más fuerte y de manera más mezquina. Trato de librarme de ellos, pero me están rodeando, y cada vez me acorralan más. Aunque saben que estoy ahí, me ignoran por completo. Cada vez que me rozan con sus cuerpos, puedo notar que están empalmados.

Joder, ya está bien.

Me pongo a gritarles como una loca, a todo pulmón, para que puedan oírme por encima de la música. Parezco una maldita harpía del infierno. Aprovecho el momento de confusión y consigo escapar. No miro atrás.

Al minuto siguiente estoy ya en la calle, corriendo a la máxima velocidad que me permiten mis piernas.

~

O sea, soy idiota. Por lo menos podría haber corrido en dirección a mi casa. Pero no. Estaba como demasiado acojonada. Una jodida víctima indefensa e histérica. Esto no está tan bien como pensaba. De todos modos, mi casa no queda tan lejos.

Mierda. De nuevo sola a casa. Jodidamente sola. Otra vez. Soy una cagueta. Una perdedora. Esta noche no ha sido más que una jodida decepción. O sea, estoy totalmente decepcionada conmigo misma. Sé que no ha sido culpa mía pero joder, esto no es lo que quería.

De repente, noto que se me erizan los pelos de la nuca, y un escalofrío me recorre la columna. Otra vez me encuentro rodeada por un grupo de tíos. Joder, son los mismos gilipollas del club. Me empujan hacia un callejón, y me sitúan detrás de un contenedor de basura, de manera que nadie me pueda ver desde la calle. Sí, un cliché, pero, joder, como asusta.

Me doy cuenta de que no puedo quedarme allí sin hacer nada. Me dispongo a gritar pero, antes de que ningún sonido pueda salir de mi garganta, unas manos ásperas y apestosas me tapan la boca. Trató de darle un mordisco al tío, pero no puedo mover la mandíbula. Este tío es demasiado fuerte para mí.

Mierda. Mierda. Mierda.

Forcejeo, intentando liberarme- esto no me puede estar pasando; no soy una víctima. Me niego a convertirme en víctima. Pero apenas puedo respirar y soy una maldita debilucha.

Mierda. Mierda. Mierda.

Entonces oigo unos gritos ahogados... Noto una brusca ráfaga de viento, como un mini-huracán o algo por el estilo... Seguido de unos golpes secos... Y soy libre.

Debería echar a correr mientras pueda, pero me siento segura. Y la curiosidad vence sin mucha dificultad a la precaución. Miro a mi alrededor.

Los tres tíos están en el suelo, boca arriba. Al menos dos de ellos están como totalmente muertos, con las gargantas desgarradas y las tripas fuera. Hay una figura inclinada sobre el tercer tipo. Un hombre con la cara enterrada en el cuello del tío. Como si estuviera comiendo o algo así.

Debería largarme de aquí pero estoy como totalmente hipnotizada.

No quiero hacer ningún ruido, pero, como si fuera una niñita estúpida, se me escapa un grito.

El hombre se gira para mirarme, y como que lo reconozco totalmente. Pero antes de poder decir nada- ¡zas!- una niebla gris, y ha desaparecido. Como si nunca hubiera estado aquí.

Pero, evidentemente, no he sido yo la que ha abierto en canal los cuerpos de los tres tipos que, por cierto, están aquí a mis pies, con las tripas fuera.

Así que me piro.

~

O sea, ¿hombres? Chicos mayores. ¿Vale? Manteneos alejadas de ellos. Especialmente de mi vecino de enfrente. No sé cómo se llama. No sé nada sobre él. Bueno, eso no es del todo así. Sé dos cosas sobre él. Una, que es demasiado sexy para mi propio bien. O sea, joder. Sus ojos son tan oscuros y tan intensos que mojo las bragas cada vez que me los cruzo. Además, es súper alto. Debe de medir más de dos metros. Tiene el pelo largo, de un granate muy oscuro, adornado por unas pocas canas. Y se mueve como una pantera. En silencio, con seguridad, pero listo para atacar en cualquier momento. Dos, también sé que es capaz de matar y destripar a tres tíos como tres armarios en menos que canta un gallo.

Mierda. Mierda. Mierda.

~

O sea, ha pasado una semana. Y en todo este tiempo no le he visto ni una sola vez. Ni una. Pero sé que está ahí. Básicamente porque escucha música a todas horas, y las paredes de este edificio son una mierda.

Al final va a ser bueno que no traiga nunca nadie a casa porque, como que todo el mundo iba a escuchar la sesión de sexo.

El tipo de enfrente tiene gustos raros. Es como que un minuto está escuchando punk del duro y al minuto siguiente escucha melodías de música de cámara. A menudo se pasa el día escuchando mierda como Anne Murray o Barry Manilow.

Sin embargo, ¿por qué estoy tan asustada?

O sea, me salvó, ¿no? Si hubiera querido, yo hubiera sido su postre. Estoy segura de que mi sabor es mucho mejor que el de esos chicos universitarios. ¿Será que solo le gustan los tíos?

Por, digamos, enésima vez me planto en su puerta, con mi dedo a milímetros del timbre. Pero soy una gallina y salgo corriendo a mi piso. Siempre me pasa lo mismo.

~

O sea, voy al trabajo. Me aburro. Salgo. Me aburro. Me quedo levantada toda la noche. Me aburro. Me emborracho. Me aburro. Me drogo con cualquier cosa que pueda meter en mi boca, mis pulmones, mi nariz, mis venas. Me aburro.

La gente flirtea conmigo. Me aburro. Películas. Por favor- me aburro. Todo es aburrido. Incluso comer es aburrido.

¿Y cuando me masturbo?

¿A que no lo adivináis? Lo hago pensando única y exclusivamente en una cosa: en mi vecino de enfrente, con toda esa sangre goteándole de la cara, mirándome. Sí, mirándome. Repito esa escena en mi mente una y otra vez. Y estoy segura de lo que vi entonces y de lo que sigo viendo en mi mente: que estaba preocupado por mí.

Pero, ¿por qué coño tendría que preocuparse por mí?

Y me corro de manera brutal.

~

O sea, no sigo mucho las noticias. Ni siquiera tengo televisión. Pero alguien se dejó un periódico en la mesa del comedor del trabajo. Y el titular dice, Salvada Mujer en Silla de Ruedas. Agresores Brutalmente Asesinados.

O sea, por supuesto, sé con seguridad que ha sido él. De todas maneras, leo la noticia completa. Menciona otros incidentes supuestamente obra del mismo vigilante homicida: un niño rescatado de una limusina (tres hombres muertos); un anciano salvado de un conductor borracho (solo una muerte esta vez); una pareja de atracadores armados destripados mientras amenazaban a una cajera de un supermercado (pero las cámaras no pudieron captar más que un borrón); una pandilla de adolescentes, que se dedicaban a torturar y matar a los gatos del vecindario, hechos trizas. Según el periódico, mi propio trío de potenciales violadores había sido el primer incidente. Yo nunca lo denuncié pero, claro, encontraron los cuerpos.

Pero ahora, por primera vez, tenían una descripción. La idiota de la silla de ruedas, como que va y lo delata. Su descripción es un poco imprecisa, pero se acerca mucho. ¿Es que quiere que la policía lo encuentre? O sea, la salvó. La gente puede llegar a ser tan jodidamente desagradecida.

~

O sea, esta vez estoy tan decidida que ni siquiera dudo. Ni siquiera durante un nanosegundo. Toco el timbre por tercera vez, pero él no abre la puerta. Sé que está dentro. Puedo escuchar la música. (Aunque desearía no escucharla. O sea, The Carpenters, ¿en serio?)

Golpeo la puerta. No voy a dejar que me ignore. Finalmente, la puerta se abre, y ahí está él. Verlo por primera vez desde aquella noche me deja un poco en shock.

“Hola, Jenny.” ¡El tío sabe cómo me llamo! Parece más alto de lo que recordaba. Una puta torre infernal rebosante de poder primigenio. Y sus ojos, hostia puta. Lo que hay ahí dentro es profundidad, y lo demás son tonterías. Me siento como una minúscula mota ante él, apenas merecedora de estar en su presencia. Y estoy jodidamente aterrada. Sobrecogida. ¿Es esto lo que se siente al estar delante de un dios? Y mis bragas, como que están empapadas. Siento un calor intenso ahí abajo. Ganas de él.

Pero, joder, no es ningún dios. No sé ni por qué pensé eso. Entonces, finalmente caigo en la cuenta de cuál es la pregunta obvia; si no es un dios, ¿qué coño es? O sea, he estado tan distraída por la lujuria que no se me ha ocurrido hacerme esa pregunta tan básica. O sea, se ve a leguas que no es una persona normal. A lo mejor es un extraterrestre, o un experimento gubernamental fugado (¿tenemos mierdas de esas raras en Canadá?) o yo qué coño sé.

Como si pudiera leer mi mente, me suelta, “Creo que el término que mejor me describe es vampiro.”

Vale. Vampiro. OK. O sea, que es un loco psicópata. ¿Qué demonios estoy haciendo hablando con él? Pero digamos que si, hipotéticamente, lo fuera en realidad... Entonces debería correr para ponerme a salvo. En cualquiera de los dos casos, es hora de salir por patas- o sea, ya. Lo haría, si no fuera por el hecho de que no puedo moverme. Siento sus ojos sobre mí- como si me estuviera sujetando psíquicamente, impidiendo que me moviera.

Me dice, «Pasa.» Y, como un maldito títere manejado por sus cuerdas, desfilo hacia la oscuridad de su apartamente.

Oigo la puerta cerrarse tras de mí.

~

O sea, la siguiente cosa de la que soy consciente es de que estoy tumbada en un sofá que no me es familiar, relajada como si nada, con un dolor extrañamente agradable en mi muñeca izquierda. Intento levantarme pero, aunque no le veo, siento su mirada, su voluntad, que me mantiene allí, tumbada y en calma. Incluso intento forzarme a entrar en pánico pero, en lugar de eso, una ola de serenidad me invade. Así que me dejo llevar.

Estoy como flotando totalmente en un mar de deliciosa insensibilidad. Es como después de haber tenido un orgasmo brutal. Solo que sin el sudor y el escozor.

No tengo ni idea de cuánto tiempo llevo aquí. La iluminación es tenue pero mis ojos se van acostumbrando poco a poco a ella.

Al menos el tío ha apagado la música. Al final, recupero la suficiente claridad mental como para sentarme y comprobar qué le pasa a mi muñeca. Y como que ahí están, dos minúsculas marcas de mordedura sobre una de mis venas.

«Bienvenida.» Su voz grave resuena como si llegara desde lo más profundo de una húmeda caverna subterránea. Es sexy hasta derretirse.

De nuevo, una parte de mí es consciente de que debería temer por mi propia vida, pero mi cuerpo se niega a obedecer a esos sentimientos.

Esa voz otra vez: «Si quisiera matarte o lastimarte, ¿no crees que ya lo habría hecho? Aunque no me pude resistir a probar un sorbo. Te lo confirmo, estás realmente deliciosa.»

A estas alturas, mis bragas ya debían haberse disuelto.

«Lo siento. No puedo satisfacer tus deseos.» Otra vez leyéndome la mente. Mierda. Y entonces aparece ante mis ojos. Y yo lucho contra una necesidad casi incontrolable de caer de rodillas. No, no así             (bueno, no solamente así), pero sí de adorarle- porque realmente me siento como si estuviera en presencia de un dios.

«Puedo parecer humano, pero no lo soy. Para mí significas lo mismo que para ti significaría una preciada mascota o un animal de granja. Podrías ser una compañía agradable o una preciosa fuente de alimento, pero nunca querría, ni podría, mantener relaciones sexuales contigo.»

Atiné a decir, «Algunas personas, ya sabes, quieren mucho a sus vacas.» Genial. Me acababa de comparar con una vaca. Felicidades. O sea, qué seductora soy.

«No tengo por qué darte explicaciones, pero me diviertes. El sexo es irrelevante: no tengo necesidades sexuales ni reproductivas. Simplemente existo.»

No soy tan estúpida. Sé cosas sobre los vampiros. He visto unas cuantas pelis y eso. «Pero cuando, como lo llamáis, transformáis a alguien en vampiro-» (y en ese mismo instante se me ocurre que ese puede que sea el destino que me tenga reservado; y me doy cuenta de que, aunque pueda sonar friki, ahora me creo que realmente sea un vampiro) «- no es como satisfacer una necesidad reproductiva?»

Él suspira. «Eso es solo folclore. Mito. Ficción. Yo no puedo transformar a un humano en vampiro, lo mismo que tú no puedes transformar a un gato en un ser humano. Lo he intentado. Lo he intentado de todas las maneras posibles, de todas las formas sobre las que he leído o se me han ocurrido. Pero no son más que estupideces.»

«Entonces, ¿cómo se convierte alguien en vampiro? ¿Cómo hacéis para que haya más de vuestra especie?»

De nuevo, un suspiro, pero esta vez profundo y apesadumbrado. «Hasta donde yo sé, no hay otros. Solamente yo. Siempre ha sido solamente yo.»

Ey, conozco esa sensación. Solamente yo es como la historia de mi vida.

Le pregunto, «Tío, ¿como cuántos años tienes?»

Se sienta a mi lado y coge mi mano entre las suyas. El hecho de que toda mi mano quepa dentro del hueco que forman sus palmas me hace sentir todavía más pequeña. «Ojalá lo supiera. Mi memoria es poco fiable. A veces, en sueños, pienso que recuerdo el pasado más lejano, hasta antes de la aparición de los humanos. Algunas veces, creo que recuerdo no haber tenido siempre esta forma humana. Recuerdo vagamente que tenía unas revistas, y que leía en ellas sobre mi pasado, pero las perdí todas en un incendio a finales del año 1800. Ese es mi primer recuerdo claro. Un incendio en Londres. Algunos días siento que ese recuerdo empieza también a desvanecerse, pero trato de aferrarme a él con fuerza. Recuerdo que, incluso después del incendio, tenía otros recuerdos anteriores, pero ya han desaparecido por completo. Mi mente no puede almacenar todos los recuerdos de mi existencia, por lo que el pasado se me escapa, se desintegra conforme pasan los años. Me autodenomino vampiro simplemente porque nada satisface mi hambre tanto como la sangre humana, y porque también se me pueden aplicar otros elementos del mito.»

«O sea, huyes de las cruces, no soportas el sol- mierda como esa?»

«Los símbolos religiosos no me afectan. Eso no es más que otra superstición. Sin embargo, soy vulnerable a la luz del sol, aunque mucho menos si hace poco tiempo que he saciado mi hambre.»

¿Por qué diablos me está contando todo esto? Sólo se está burlando de mí. Va a matarme en cuanto me relaje por completo y confíe en él. Únicamente para satisfacer algún ansia perversa y monstruosa.

Se ríe; y entonces recuerdo que puede leerme la mente.

«Lo que te infundió el valor necesario para llamar a mi puerta fue que te preocupaste por mi bienestar. ¿Por qué desconfiar de ti? ¿Por qué desconfías tú de mis motivos?»

Casi le creo. ¿O me está manipulando de alguna forma, hipnotizándome para que confíe en él?

«Oh, y realmente no puedo leerte la mente. Es solo que, como la mayoría de los humanos, transmitís vuestros pensamientos y emociones más abiertamente de lo que pensáis. Tu olor, tu postura, tu cara, tus feromonas... es todo bastante transparente. Pero sí, puedo ejercer cierto control sobre tu voluntad. No sería bueno para ninguno de los dos que empezaras a gritar o hicieras otro tipo de estupidez. Lo cierto es que he ido disminuyendo gradualmente mi control sobre ti. Aunque a regañadientes, estás empezando a aceptar la verdad.»

Suelto la pregunta que me ha estado incordiando desde hace un rato. «O sea, ¿por qué actúas como un héroe y salvas a la gente?»

«Vi cómo te amenazaban aquellos chicos, y me percaté de que eras mi vecina de enfrente. De todos modos, estaba hambriento, así que les ataqué. Me alimenté de ellos. Pero entonces, al rescatarte, sentí algo... algo... bueno. Lo volví a probar, salvando a otras personas. Por desgracia, no me proporcionó el mismo sentimiento de satisfacción como aquella primera vez, cuando te salvé a ti. Así que he dejado de jugar al héroe vampiro. Lo que importa ahora es que estás aquí. Que estamos conectados. ¿No es eso lo que quieres? ¿Lo que ambos queremos?»

Lo que acaba de decir me ha desconcertado un poco, pero me esfuerzo por concentrarme. «Bueno, todo eso es muy bonito y tal, pero ahora la policía puede encontrarte, aunque hayas dejado el rollo ese de vigilante. Ahora saben cómo eres. Tenemos que hacer algo.»

«¿Tenemos?»

Y, así de simple, veo como puede cambiar mi vida.

«Sí. Tenemos. Me quieres cerca, y yo quiero estar cerca de ti. Puede que seas un vampiro de la hostia viejo como el sol y eso, pero no eres muy disimulado que digamos. Puede que deseemos cosas diferentes, pero a lo mejor se nos puede ocurrir un plan que te permita alimentarte, preferiblemente de tipos malos que de todos modos no merecen vivir, y a la vez esconderte de los polis. O sea, necesitas comer, ¿vale? Al mismo tiempo, podrías hacerle algo de bien a la sociedad. Ya estoy involucrada, y lo sabes. Y quiero participar.» Lo que no digo, pero que probablemente ya sabe, es lo mucho que necesito esto.

Algo que nadie de mi familia ni de mi pueblo podría siquiera imaginar. Algo tan fuera de lo común que podría hacerme olvidar todo sobre el lugar de donde vengo. «Ahora...Dime: exactamente, ¿qué clase de poderes tienes? Y debilidades. Tu historia. Tu nombre. Toda esa mierda. Cuéntamelo todo.»

Y, o sea, sus ojos profundos y oscuros se iluminan y dice, «Tienes razón. Tengo que... bueno, tenemos que asegurarnos de que nadie me reconoce.»

Sin preguntar, clava sus dientes en mi ya perforada muñeca.

~

O sea, deja de chuparme la sangre y me sonríe afectuosamente. Le gusto, es evidente. Mierda. ¿Le gusto? ¿Qué soy? ¿Un perrito faldero? Supongo que, para él, es lo que soy. Al menos, es mejor que ser un cerdo en el matadero. O sea, mejor ser su mascota que su próxima comida- obviando el mordisco y sorbo ocasional.

Conforme ese pensamiento cruza mi mente, coge mi otro brazo- el que no ha mordido todavía- y me vuelve a morder. Pero esta vez también me da algo a cambio: durante todo el tiempo que dura la succión siento que me estoy corriendo. No es que sea un gran, salvaje y escandaloso orgasmo, sino más bien una ola continua y suave de un placer profundo. ¡Guau! Según yo, se acerca mucho al sexo.

Sin embargo, no puedo dejar de pensar en las marcas de mordedura en mi piel. O sea, no es que mañana en el trabajo vayan a pasar desapercibidas.

Apartándose de mí, se lame los labios y dice: «No te preocupes, las heridas habrán desaparecido al amanecer.» Entonces sonríe como un chiquillo. «Oh, y ese pequeño extra que te he dado...» O sea, me está mirando lascivamente. ¡Qué hipócrita! Animal de granja, ¡y una mierda! Pero no me voy a quejar.

«Puedo controlarlo. No suelo hacer eso con mis víctimas. Y tú no eres una víctima.» Tengo que reconocer que este tío sabe qué decir para que una se sienta especial.

Me abre la blusa y sus dientes se acoplan a mi hombro. Y es como la felicidad absoluta. Como estar en el cielo.

~

O sea, ¿me he desmayado otra vez? Estoy jodidamente mareada. El vampiro me sostiene la mano. Es como muy mono.

«O sea, tío, ya puedes ir escupiendo. Ahora somos un equipo, tú y yo. Cuéntamelo todo.» Necesito tanto que se abra a mí. O sea, como que le dejo que me abra las venas y se alimente de mí. Me parece lo justo. «Si vamos a estar juntos en esto tiene que haber como confianza mutua, ¿no?»

Sonríe abiertamente y coge mi brazo, acariciando mi piel con sus afiladas uñas. Me provoca escalofríos. Pero él ya lo sabía. Dice, «Yo también quiero saberlo todo sobre ti.» Y con eso, vuelve a clavar sus dientes en mi hombro. Conforme mi sangre pasa de mis venas a su boca, siento que el peso de mis dudas se disipa. Siento que no es solamente mi sangre, sino mi esencia, la que se escapa hasta él. Esta sensación es jodidamente fantástica. Como el nirvana. Estoy a punto de olvidar quién soy.

Retira su boca de mi piel, y dice, «Tantos meses en este edificio, y nunca has traído amigos a tu casa. No te he oído nunca hablar con nadie por teléfono. Estás tan oportunamente sola.»

Mierda. De repente me pongo a llorar. Llevo en Montreal como tres meses. Y aún no he hecho amigos. Tampoco es que tuviera amigos en mi pueblo. ¿Y mi familia? Que les jodan. Mierda. Me prometí a mi misma que no lloriquearía por estar sola. Es mi elección. No me entristece, no soy ninguna víctima del mundo cruel. No lo soy. No lo soy. Joder. Joder. Joder.

El vampiro me acuna mientras lloro. Esto es jodidamente vergonzoso. Sus dientes perforan con ternura mi garganta, y bebe un poco más de mi sangre.

Haciendo una pausa, dice, «Antes, me preguntaste cómo me llamaba. Si alguna vez tuve nombre, hace ya mucho que lo he olvidado. Esta forma humana se llamaba Randolph. Pero ya es hora de que me deshaga de esta vieja piel y evolucione.»

¿Randolph? La sonoridad del nombre me hace reír, y, o sea, parece que voy drogada. Como si me hubiera fumado un puñado de porros o algo así. Seco lo que queda de mis lágrimas, palpo las pequeñas perforaciones en mi cuello, y continúo riéndome como una idiota.

Con sus fuertes manos sujetándome por los hombros, Randolph vuelve a clavarme los dientes en la garganta. Esta vez no es tan suave, pero está bien. Vuelve a beber de mí. Me está empezando a costar mucho trabajo recordar. O sea, joder, ¿cómo me llamo? Y cosas como esa.

Y todo esto está dejando de ser tan agradable para mí. Como que me están empezando a doler los huesos. Y ya no puedo ver con suficiente claridad. Mi boca está como muy reseca y en carne viva. También siento la piel seca y agrietada.

Lo miro y como que alucino totalmente. Podría jurar que me estoy mirando a mí misma.

¿Quién coño es él? ¿O es ella? ¿Qué estoy haciendo aquí? ¿Dónde estoy?

Siento que él/ella me quita la ropa y recorre con sus uñas mi piel arrugada.

Él/Ella se inclina y muerde mi muslo. Y él/ella bebe de mí. Siento como que mi esencia pasa de mi cuerpo al suyo.

~

O sea, me duele todo. Soy tan jodidamente vieja, y estoy tan cansada. ¿Por qué se siente uno tan mal siendo viejo? O sea, todo el mundo se hace mayor. Así es la vida, ¿sabes? Ojalá pudiera recordar mi vida. ¿Tuve hijos? ¿Mis tetas eran bonitas cuando era joven? ¿Conseguí algo en la vida? Nada... no recuerdo nada.

¿Quién es esta chica que está sentada a mi lado? Me suena...pero no soy capaz de recordar quién es... ¿Por qué tiene la boca llena de sangre? ¿Y por qué estamos desnudos?

Se agacha y -¡oh!- me muerde con fuerza en la barriga. Debería doler, pero, en lugar de eso, lo siento como un alivio. Es tan placentero. Como flotar en un mar de puro placer. Liberarme de mí. Liberarme de todo...

~

O sea, adiós Randolph, hola Jenny. Jenny está muerta. Viva Jenny.

O sea, como que despedazo lo que queda de la vieja Jenny y lo reparto en bolsas pequeñas. Entonces, me pongo su ropa. Pero, ¿en serio? Esto no es nada para lo que tengo en mente.

Así que voy a mi nuevo apartamento- el apartamento de Jenny- y, o sea, me arreglo totalmente. Mejoro lo que hay, para entendernos.

Me tiño el pelo lo más negro posible. A continuación: un corsé negro de encaje; guantes de cuero negros; falda negra; medias de red negras; botas negras de media caña. Y luego está mi piel. O sea, para empezar, soy bastante pálida, pero la hago parecer aún más pálida con maquillaje blanco. Para darle glamour, la cubro con purpurina blanca. Hace que mi piel prácticamente brille en la oscuridad. El toque final: sombra de ojos blanca enmarcada con delineador negro, y lápiz de labios rojo brillante. O sea, estoy impresionante. Maravillosa. Sobrenatural.

De camino a los clubs del centro, voy tirando las bolsitas con los restos de Jenny en contenedores públicos, pero evito los que están cerca de casa.

Esto es jodidamente maravilloso. La noche. La música. Los chicos y chicas guapos. Los hombres y mujeres sexis. Es, o sea, como un buffet libre. Es casi abrumador. Tanto donde escoger. Dejo que algunos hombres y mujeres me magreen, que algunos chicos y chicas me besen. Hasta que encuentre a la persona adecuada para esta noche. Esa persona que sepa bien. Entonces, la dejaré que me lleve a su cama, y me tocará a mi besarla.


viernes, 30 de octubre de 2020

Galatea de las esferas, de Rubén Castillo

La carne olvida (el olvido de la carne se llama cicatriz), pero la memoria nunca lo hace.

Esa afirmación tan rotunda, tan desgarrada, tan solemne y tan real la hace Enrique Saorín, bedel de instituto de oficio y narrador en primera persona por vocación, en la página 22 de Galatea de las Esferas. Esta obra es y siempre será especial para esta lectora, por muchísimas razones. Una de las principales, que me abrió la puerta a las letras de Rubén Castillo. Bendita serendipia.

La leí por primera vez a principios de mayo de este 2020 lector y pandémico, y escribí esto:

Llevaba tiempo queriendo leer algo de Rubén Castillo Gallego. Las referencias al autor eran francamente buenas y me picaba la curiosidad. Acabo de terminar Galatea de las Esferas, y estoy confusa, impactada. Mi mente es ahora mismo un torbellino de ideas, de emociones, de "quieroynopuedos" que no consigo poner en orden. No todos los días encuentra un lector un tesoro como este. Ilusa de mí, mi intención era escribir una reseña pero, sinceramente, no me siento capaz de reseñar lo sublime.
La obra es, en esencia, la deconstrucción emocional perfecta de una mente torturada por un pasado fugaz que dejó de serlo para convertirse en omnipresente. La sintaxis se acopla al ritmo del monólogo interior del narrador como un guante a la piel de la mano. La riqueza léxica impera en cada una de las páginas. El autor articula, con maestría a raudales, lo anterior combinándolo con el uso de figuras retóricas impresionantes (cito textualmente de mis notas: "metáforas, antítesis, paradojas... que cortan la respiración) logrando una prosa de un dinamismo y una fuerza expresiva que rayan lo adictivo.
En resumen: genialidad en estado puro.
Resultado: paroxismo lector agravado por orgasmo cerebral.

Ahora, más de cinco meses después, casi me sonrojo al leer lo que escribí (he dicho casi, y me reafirmo en todo) y sé que podría estar escribiendo o hablando sobre su Galatea un millón de años y aun así no lo diría todo. Aquella primera vez me impactó su intensidad, su imaginería potente y arrolladora, su habilidad, su estilo narrativo y su capacidad para mantenerte en un ay. Fue, y lo confirmo, una revelación, un orgasmo cerebral. Sentí cierto temor al decidir leerla de nuevo, por si de algún modo se rompía la magia. No podía andar más errada. Ya no es solo orgasmo cerebral. Es puro éxtasis subrayador y sensitivo. Es una tromba de post its de colores en las páginas cada vez que una frase, un párrafo, una reflexión, me han llovido por dentro. Es leer y releer y sentir que me tiembla la memoria, las entrañas o los dedos. Me sigue aturdiendo el hecho de que su prosa traidora tenga el poder de hacerme vibrar.

Enamorada de este fragmento: No hace falta optar (ni es humano optar) entre el verano y el invierno: podemos vivir ambos. Con la misma intensidad. Con la misma avaricia. Con el mismo placer. ¿A ti quién te gusta más, Borges o Cortázar?

Enganchada a palabras que solo se pueden articular en los sueños: Se me cambia la piel de nombre de tanto imaginarte.

Dejando aparte la marea de emociones y sensaciones que me provoca leerlo, alguien con conocimiento de causa y poseedor de terminologías académicas debería hacer un análisis de la prosa sensual de Rubén Castillo. Por sensual me refiero al modo en que están presentes los cinco sentidos en sus narraciones (olores, sabores, imágenes, sonidos y tactos dignos de anotar). O sobre sus sinestesias rompedoras. O sobre sus silencios tangibles, plásticos, estruendosos. Quizá algún día...

Copiando a Edward Cullen (me da igual lo que digáis), sus letras son «exactamente mi marca de heroína».


 

lunes, 26 de octubre de 2020

El Globo de Hitler, de Rubén Castillo


Juzgar es un privilegio que no debería estar al alcance de los seres humanos.

A finales de 2007, un millonario estadounidense adquiere en subasta el globo terráqueo que utilizaba Adolf Hitler en su baluarte del Berghof, en Baviera. Ansioso por descubrir cualquier mensaje que el führer pudiera haber legado al mundo, somete el objeto a rigurosos análisis científicos que no arrojan los resultados que anhela. Empecinado en su búsqueda, finalmente halla un pequeño trozo de papel con un mensaje de puño y letra del infame genocida. Desvelar el misterio que encierra el viejo pedazo de celulosa se convertirá ahora en su prioridad y, para ello, contará con el cerebro historiador de Katherine Gordon, ilustre profesora de Oxford, y la experiencia de Walter Irving, antiguo miembro de los green berets. ¿Y si Hitler hubiera pergeñado un complot para ejecución póstuma? El punto de partida de la investigación: todos los posibles implicados en la trama, muertos según la información oficial. Perspectiva, pues, entre poco y nada halagüeña. ¿Lograrán despejar la incógnita? ¿Será necesario reescribir la Historia? Mmm, me temo que tendrán que leer la novela para obtener respuestas.

Ese es mi pequeño resumen de las 384 páginas que conforman El Globo de Hitler, otra muestra más del gran talento literario de Rubén Castillo. Intriga y tensión garantizadas convierten esta novela en un auténtico thriller, narrado de forma casi cinematográfica (contextualiza incluso cada escena con fecha y lugar). Maestra es también la forma en la que construye a los dos personajes principales de la historia, profundizando psicológicamente en ellos bien sea a través del diálogo o de la voz narradora.

En las primeras páginas de la obra me dio la impresión de tener delante a un Rubén Castillo distinto al de obras anteriores, más aséptico en forma y fondo pero, con gran satisfacción, poco después pude comprobar que no era así. Aparte de narrar con dinamismo y verbo certero, el autor nos sigue regalando sintagmas y frases que solo hubiera podido escribir él. Su adjetivo “tibio”, su “pátina de dulzura”, su “cerebro con voluntad de katana” nos sonríen desde las páginas para placer de los que adoramos recorrer sus sendas.

La ironía es un arma que se engrasa con el aceite de la lentitud (pág. 30)

…la vida humana es siempre un diccionario de claudicaciones (pág. 36)

la calma silenciosa de las montañas y los moluscos (pág. 69)

Nadie regala paraísos (pág. 78)

un muchacho ajeno a la dictadura de los peines, vestido con despreocupación agropecuaria (pág. 79)

Son solo algunas frases subrayadas que van de cabeza al álbum de la memoria.

No obstante, y para que puedan apreciar el modo maravilloso, único, intenso, de narrar de este autor, les dejo en el vídeo uno de los fragmentos de la obra. Uno de esos fragmentos que hacen al lector LEER Y SENTIR. Si no aparece directamente al final de la entrada del blog, click en:

https://www.youtube.com/watch?v=l5Eu3PhpYOg


 


 

jueves, 22 de octubre de 2020

Ventanas de Papel, de Rubén Castillo Gallego

Dice Care Santos en su artículo “Leer para ser feliz” (publicado en la revista Mujerhoy de 14 de mayo de 2017, y que hace un par de días me leyó mi hija como parte de su tarea de Lengua) que «más de la mitad de los adolescentes actuales considera que leer es un aburrimiento, y la culpa, es de los adultos» y que «a veces no es fácil dar con el libro adecuado. Por eso se necesitan (buenos) mediadores. Tenemos muchos. Profesores y bibliotecarios que lo han entendido, que hacen un gran trabajo. Qué haríamos sin ellos».

Una de estas personas que indudablemente lo han entendido es Rubén Castillo que, aparte de escritor sublime y voracísimo lector, es profesor de secundaria desde hace ya unos cuantos lustros, por lo que sabe bien de lo que habla cuando, en Ventanas de Papel (publicado en 2010 por el Servicio de Publicaciones de la Consejería de Educación, etc. de la Región de Murcia) sugiere a sus colegas docentes un catálogo de 50 obras de literatura juvenil que ayuden a acercar, o a mantener, si ya estuvieran dentro, a los alumnos al gusto por la literatura. La presentación de las propuestas se hace en formato muy agradable, por lo bien estructurado y casi coqueto del diseño. Para cada uno de los títulos seleccionados nos ofrece datos técnicos del libro, unos breves apuntes biográficos sobre el autor, un comentario de la obra (y qué comentario, señores) y una sugerencia de actividades didácticas que, aparte de tratar aspectos literarios y lingüísticos, engloban toda una serie de conocimientos pertenecientes a otras disciplinas (historia, ciencias, ciudadanía-ética-o como demonios se llame ahora, cine...) y un notable contenido en transversalidad compatible con la mayoría de currículos.

No voy a cansarles con temáticas ni títulos, pero sí les tengo que confesar mi maravillado asombro al encontrar entre las obras El Castillo de Otranto de Horace Walpole (uno de mis preferidos dentro de la literatura gótica), El Príncipe Caspian (segundo libro publicado de la serie Las Crónicas de Narnia) de C.S. Lewis, Un Puente hacia Terabithia de Katherine Paterson y, felicidad máxima, Crepúsculo de Stephenie Meyer (que será una de mis novelas favoritas de aquí a la eternidad para perpetua irritación de ciertos conocidos, sesudos literatos. Nuevo argumento para futuros debates que espero con ansia: lo dice el Sr. Castillo, así que amén). Porque son justos y necesarios los quijotes, las celestinas, los lazarillos, las colmenas, los árboles de la ciencia, los santos inocentes y tantos otros de los clásicos; porque si bien es cierto que una de las funciones más importantes de la literatura es enseñar, no es menos verdad que se puede contemporaneizar de manera que, aparte de conocimientos, aporte algo más esencial todavía: felicidad.

P.D. Mi lista de lecturas pendientes ha aumentado en cerca de 35 títulos (y porque algunos ya los había leído). ¿Hasta cuándo se es joven?

miércoles, 21 de octubre de 2020

Palabras en el Tiempo. Miguel Espinosa y La Verdad, de Rubén Castillo Gallego.


«Este libro es [] como un catálogo numismático (donde la riqueza y el brillo fulgen en cada una de las monedas) o como una colección de mariposas (en que la belleza nos sorprende y atrapa desde el sedoso interior de las vitrinas). Esas monedas y esas mariposas son las protagonistas indiscutibles del gozo estético. Nadie tiene por qué recordar –y está bien que así sea– el nombre del coleccionista.»

Esto dice Rubén Castillo en el Pórtico de Palabras en el Tiempo. Miguel Espinosa y La Verdad. Pero el Sr. Castillo me va a permitir que discrepe (a ver qué remedio le queda al pobre hombre): yo sí me quiero acordar –y espero que la memoria se quede de mi lado en la batalla del tiempo– del coleccionista que tan minuciosa y rigurosamente fue sumando palabra tras palabra, artículo tras artículo, opinión tras opinión, para componer este completo y esclarecedor “análisis” de la obra de Miguel Espinosa. En primer lugar, porque gracias a él he conocido al sujeto analizado (simple casualidad, pero es de agradecer su afán de difusión y de despertar el interés por sus letras). En segundo lugar, porque tras haber leído Palabras en el Tiempo me siento algo menos “mermada intelectualmente” (uno no se acerca a este escritor y así, por las buenas, consigue comprender siquiera una millonésima de su complejidad). Y, en tercer lugar, porque me encanta mirar las mariposas (si puede ser en su gracioso vuelo y no en una vitrina, mejor que mejor, pero, dado que las mariposas espinosianas ya no volverán a agitar las alas, se agradece poder contemplarlas al menos en la serena belleza que no les arrebató la muerte).

En las primeras 152 páginas de Palabras en el Tiempo se nos muestra, con un mimo y una meticulosidad dignos de elogio, el rastro “mediático” que fue dejando la figura y la obra de Espinosa desde 1975 a 1991. Trascendió las fronteras murcianas y nacionales y hasta el país de las barras y las estrellas viajó la obra de este autor del que yo nada sabía, en boca de escritores, críticos literarios y profesores que habían percibido su “pasmo” al escribir y su modo de aunar vida y literatura con solo respirar. De entre todos los preciosos datos, testimonios y opiniones que nos regala el Sr. Castillo, sin duda dos se me han antojado especialmente reveladores. El primero, y por razones objetivas, la entrevista a Espinosa por parte de García Martínez publicada en el Suplemento Dominical el 30 de julio del 1978 (pag. 27-39) y los comentarios analíticos posteriores de nuestro coleccionista (pag. 39-43). Entrevista y comentarios permiten al lector, y cito textualmente de la obra «acceder al auténtico núcleo del pensamiento espinosiano» y a mí, particularmente, me responden unas cuantas preguntas que me rondaban la sesera desde que terminé la lectura de Escuela de Mandarines, a la par que me instruyen en otras cuestiones que ni siquiera me había planteado. La segunda de estas revelaciones es una oración que leí, subrayé y (con algunos matices, por supuesto) aplaudí casi al instante, extraída del artículo titulado “Un disenso literario”, firmado por el crítico Santiago Delgado (casualidades, profesor mío de Lengua y Literatura Españolas el primer año de carrera) y publicado en el “Suplemento literario” número 40. Reza así: «Por causa, qué duda cabe, de una insuficiencia literaria mía, sucede que no aprecio ni entiendo la narrativa de Miguel Espinosa». Entiendan que me encontré con esta frase poco después de la primera lectura de La Tríbada Falsaria y, matizando un poco lo del aprecio, me sentí totalmente identificada con la afirmación. Leyendo a Espinosa se siente uno muy insignificante, muy “poco”, y hallé algo de consuelo en no saberme sola en esta cuita. Ahora, tras una segunda lectura, y tras Palabras en el Tiempo, podría parecer que he dado un minúsculo, casi imperceptible, paso hacia delante en una ignota senda del bosque de este enorme bosque, espinoso y espinosiano.

De la pag. 155 hasta casi el final, el Sr. Castillo nos vuelve a ilustrar (muy acertadamente, en mi modesta opinión) con la actualización de algunos de los testimonios vertidos décadas atrás por parte de algunos y algunas que contribuyeron a la difusión nacional e internacional de la figura y las letras del caravaqueño. Es casi divertido apreciar como muchos afrontan el reto de revisar palabras pretéritas con cierto temor, ¡pero con qué arte lo solventan! De entre todos ellos aprecio especialmente el del Sr. Delgado, titulado “La Escritura Intransitiva” (mira que solo recordar de él sus lecturas en voz alta de Carpentier y la Gramática Española de Alarcos Llorach...), y “Desde la altura de un dios”, de Pascual García (otra vez me aparece este nombre y esta magnífica forma de escribir. Parece que el destino esté empeñado en que programe un viaje por sus letras...). A modo de colofón, el coleccionista de mariposas nos obsequia en su Anexo Necesario (pag. 213-220) con algunas de las frases que más le sedujeron en su día (habría que preguntarle a él si en acercamientos posteriores ha subrayado alguna más). Este anexo me place especialmente, ya que, al igual que muchos atesoran abultados volúmenes de fotografías, yo coleccionaría las frases que me han conmovido a lo largo de los años. En muchas coincidimos.

Habiendo leído Palabras en el Tiempo, se concluye de forma clara y nítida que Espinosa tuvo valedores por decenas (inclúyase al mismísimo Tierno Galván entre ellos) y admiradores algunos más. Que siendo una persona que quería vivir «clandestino al mundo», cautivó, a pesar de pero gracias al paripé institucional, el intelecto de muchos en la desde mediados de los 70 hasta los 90 con su literatura y con su persona. ¿Por qué entonces es tan poco conocido? ¿Por qué se le ha olvidado? ¿Por qué es tan necesaria la encomiable labor de personas como Rubén Castillo para que los demás lectores podamos siquiera soñar con rozar el verbo de autores como Espinosa? ¿Dónde están las instituciones que tanto le alababan? Personal y honestamente, no voy a declararme adicta a los modos ni a la prosa de Espinosa, al menos no todavía (me percibo ahora lectora en pañales, en la prehistoria del manejo del lenguaje), pero si confieso haber vislumbrado un horizonte que me apetece ir descubriendo sorbo a sorbo. Y no puedo más que reiterar: ¡gracias, Sr. Castillo!


 

domingo, 18 de octubre de 2020

LA TRIBADA FALSARIA, de Miguel Espinosa


Acabo esta obra en la incomodísima situación de no poder afirmar con seguridad y firmeza si me ha gustado o no la novela. ¿He disfrutado leyéndola? Sí (el verbo de Espinosa no es desdeñable) ¿He sentido mientras leía? También. Si voy analizando así, punto por punto, llego a la conclusión de que sí que he disfrutado la lectura, y que lo que no me gusta es la sensación que tengo ahora, una vez acabada. Un millón de preguntas y ninguna respuesta. El libro y yo nos miramos y dudo si volver a leerlo o tratar de digerirlo más adelante. Espinosa no me responde más que con un escueto “allá tú”.Ya dijo Enrique Tierno Galván en la presentación de esta obra, en la Librería Antonio Machado, en Madrid, en enero del 81 (un par de meses antes de que yo viera la luz) que era este un libro “infrecuente”. Y qué razón tenía.

El tiempo y el espacio de la novela están solamente perfilados, que no definidos, al igual que la mayoría de personajes, reducidos a simples voces o incluso a estilos indirectos. El argumento es mínimo: Daniel y Damiana (boticaria de 40 años) son amantes (en secreto) durante 8 años. Damiana conoce a Lucía, una joven lesbiana, con la que inicia una relación sentimental al poco tiempo, para tormento de Daniel que, como buen perro del hortelano, ni come e intenta no dejar comer (pero los dioses no están de su lado y Damiana y Lucía comen hasta hartarse). Entra en escena Juana, ex-amante de Daniel, intentando recuperar su ¿amor? tras haberle confesado este sus cuitas tribádicas.

En cuanto a estructura, en los dos primeros capítulos encontramos a Miguel Espinosa como autor-narrador. Nos presenta los hechos con un disfraz de objetividad del que luego se irá desprendiendo mientras orquesta la narración mediante un juego de voces epistolar casi en su totalidad. Así, el cuerpo de la novela se compone principalmente de las cartas de Juana a Daniel. A través de estas cartas se nos manifiesta no solo el punto de vista de Juana, su amor desgarrado e incondicional por el amante despechado, sino también la perspectiva de Daniel (obsesión, angustia) y el rumbo que van tomando las vidas de Damiana y Lucía. Aparece asimismo en estas misivas una polifonía de pareceres y juicios éticos y morales de un coro de personajes de los que no conocemos prácticamente nada salvo sus opiniones sobre el asunto. Ya al final del libro, se nos presentan ciertos comentarios, unos reiterativos y otros algo más clarificadores, por parte de algunos de esos personajes.

Se aprecian en la narración ciertos toques de ironía (a veces pura burla) del autor hacia sus personajes, sobre todo en el modo de describir sus conversaciones y sus preocupaciones. Entiendo esto como crítica hacia la sociedad opaca e hipócrita de aquel entonces. Cómo no, la narración está salpicada de grandes dosis de erotismo, básicamente “fricativo y succionador” (aderezado por el lamento por la “méntula” perdida). Y el uso del lenguaje, no encuentro palabras para describirlo. La obra es todo un desafío a nivel lingüístico (no hablemos ya del intelectual). Solamente el listado, presentado en las primeras páginas, de los “nombres” con los que después se referirá el autor a Damiana y a Lucía es para volverse loca.

Confieso haberme perdido un poco en la dimensión teológica de la novela, puesta de manifiesto en uno de los comentarios del final; no alcanzo a entender esa forma de asemejar a Daniel con Dios y a Damiana con el Diablo (lo de Juana con el arcángel ya ni lo intento). No veo la lucha del bien contra el mal (aparte, claro está, del tema de que a finales de los 70 los homosexuales debían de ser el demonio emplumado con cuernos y rabo; pero, en el caso de las lesbianas, ¿he podido entender que se podía ser lesbiana de puertas para dentro sin considerarse depravación?; ¿estaba, pues, el pecado en afirmarse públicamente “friccionadora y succionadora”?) Todo es luz y oscuridad en esta historia, atrevida y transgresora, de pasiones, inquisiciones y lamentos.

 

sábado, 17 de octubre de 2020

Escuela de Mandarines, de Miguel Espinosa



… cuando el juicio alcanzó las Cosas Últimas, el corazón olvidó las Primeras

 

Hay viajes que comienzan como un capricho entusiasta y devienen travesías repletas de sorpresas y tesoros por descubrir. Mi periplo por las letras de cierto autor de la tierra se ajusta bastante a ese tipo de aventura. Para aquellos que me han preguntado si es que he interrumpido mi proyecto, la respuesta es un NO rotundo. Ni ha acabado ni espero que acabe nunca. El motivo de apartarme momentáneamente del camino (y ni siquiera es así del todo) es que la siguiente parada era Palabras en el Tiempo, obra que versa sobre Miguel Espinosa, autor desconocido para mí hasta hace pocas semanas. Por sentido común (y cierta curiosidad tras leer algunas publicaciones, no voy a negarlo), me embarqué hace ya unos cuantos días (demasiados, pero trabajo, Feria del Libro y alguna que otra cerveza han impedido acortarlos) en la lectura (¡y qué lectura!) de Escuela de Mandarines, del caravaqueño Espinosa. Ahora que lo he terminado no puedo dejar de preguntarme por qué no he sabido antes de él, por qué no se le publicita desde las instituciones, por qué no se le celebra en esta nuestra región como realmente merece.

Cuando abrí el ejemplar (edición de 1974 de LosLibrosDeLa Frontera) y leí las primeras páginas, temí no estar a la altura de semejante obra. Se me mostraba compleja (efectivamente lo es) y esquiva. Cierta persona me aconsejó “dejarme llevar como por un río caudaloso” y que, aunque hubiese cosas que en principio no entendiese, avanzase. Feliz estoy de haber seguido el consejo. Merece la pena cada una de las horas invertidas en la lectura de esta obra inmensa y rica como pocas.

En un ejercicio extraordinario de ejecución literaria y metaliteraria (me gustaría poder preguntarle a alguien cuánto tardó el autor en escribir la novela), Miguel Espinosa nos presenta en Escuela de Mandarines una ucronía política fácilmente extrapolable a cualquier escenario real (pretérito o presente) donde la estructura de poder someta al pueblo, sumiso y aborregado, perpetuándose así por los siglos de los siglos. ¿Y cuándo no ha ocurrido eso? En sus 72 capítulos (introducción y epílogo aparte) con sus correspondientes anotaciones, se nos narra el viaje del personaje principal, el Eremita, que abandona su tierra de las Primeras Cosas, sus orígenes de inocencia, a su Azenaia, a petición de los demiurgos, para convertirse en el mayor enemigo de la Feliz Gobernación (cuyos máximos exponentes son los mandarines), estructura política y social rígida hasta niveles absurdos, dividida en castas y sustentada por el monopolio del lenguaje, el poder y la historia construidos a tal efecto. En su periplo y posterior llegada a la Ciudad, como reo de dos arquetípicos soldados simplones, encontrará nuestro viajero (a medio camino entre Quijote y Gulliver) dispares y variados personajes que perfilarán los diferentes aspectos de esta sociedad ucrónica configurando, en prosa, verso o drama, historias dentro de la historia que le harán reflexionar a él y, de paso, a nosotros lectores, acrecentando así la importancia de nuestra perspectiva. De entre toda la temática presente en la narración (estructura política, sociedad, disidencia como parte de la estructura...), uno de los aspectos que más ha llamado mi atención es cómo enfoca el autor la teología de la ucronía, adscribiendo diferentes dioses particulares, con sus propios cielos diferenciados, a las diferentes castas (original modo de tratar el ya viejo tópico de la subordinación de la religión a los intereses del poder). Digna de mención asimismo es la forma en la que el autor se burla de la soberbia y, en innumerables ocasiones, vacuidad, de las instituciones académicas (los capítulos sobre becarios y oposiciones son cuanto menos hilarantes).

En cuanto al lenguaje de la obra (advertida estaba también), decir rico es decir poco. No los he buscado todos, pero segura estoy de que el autor inventa sus propios términos o, al menos, acepciones de los mismos. Riqueza y variedad de registros, impresionantes digresiones,vocablos casi imposibles, hipérboles omnipresentes (solo vean el uso del tiempo en la novela), simbolismo y alegorías sin par se combinan para mantener al lector con los ojos y la boca bien abiertos. Añadan a eso un sentido del humor a todas luces inteligentísimo (superlativos en los que pareciera que el autor nos guiña un ojo, caricaturas llenas de ingenio y una extensa lista de tratamientos honoríficos de lo más cómico), y el resultado será una obra superlativamente magnífica.

Ya para terminar, hay obras que piden simplemente ganas; otras demandan atención; otras, emoción y mente abierta; algunas pocas lo exigen todo. Escuela de Mandarines es una de estas últimas. Como contrapartida, devuelve con creces todo lo invertido en ella.

Solo me queda recomendarles, si no es mucho abusar de su buena voluntad, leer otra entrada de blog que allá por 2013 se escribió sobre esta novela, una de los motivos principales por los que decidí leerla: https://rubencastillo.blogspot.com/2013/02/historia-del-eremita.html

 

lunes, 5 de octubre de 2020

Las Hogueras Fosfóricas, de Rubén Castillo


«Cuando se llora ya no quedan palabras y el alma es un incendio»

Llevo todo la tarde pensando en qué iba a escribir en el blog sobre esta novela, y prometo que todavía no lo sé. Mira, yo empiezo, y que sea lo que tenga que ser. Anoche, la primera vez que la leí, fue un torbellino, arrollador e implacable. Salí confusa, dolida, rota, desnuda por dentro. Hoy he dedicado gran parte de mi primer día de vacaciones (¡benditas vacaciones!) a releerla una segunda y una tercera vez. La segunda me ha reconciliado con las páginas; la tercera me ha permitido apreciar los matices.

Aun así, no consigo centrarme e intentar mostrarles (una vez más) la grandeza literaria del autor, su prosa traidora que es poesía, sus versos disfrazados de flechas envenenadas (o a lo mejor es al revés, estoy confusa). Si miran ustedes la fotografía que encabeza esta entrada, verán una innumerable cantidad de marcadores de los colores más chillones que señalan las páginas donde he encontrado una frase que me ha impactado, unas líneas que me han vuelto del revés, unas palabras malditas que me han entrado en los ojos y los han hecho desaguar. No he podido acabar de contarlos, ni falta que me hace. Sé, con seguridad, con certeza, que el mundo sería un lugar mejor si estuviera empapelado con sus letras. Ya les pido perdón de antemano por esta entrada tan poco ortodoxa, pero ahora mismo mi nombre es caos.

Me siento pequeña. Aunque lo intentara, no alcanzaría a transmitirles la sensación de VERDAD (así, con mayúsculas) que destila la tinta impresa. Ni la magnífica dualidad de sus voces narrativas, una que enmarca y otra que destroza. Ni el dinamismo y la complejidad (auténtica, real) de sus diálogos: del lenguaje directo de Marge («Las palabras no muerden. Úsalas», pag. 34) y del subterfugio permanente de Tristam («Rubor de quien le tiene miedo a algunas palabras», pag. 98). Ni la belleza lacerante y desgarradora de sus imágenes, personificaciones y sinestesias que transforman las pantallas (dolidas/ enfurruñadas/ compungidas/ dubitativas/ perplejas/ desconcertadas/ rabiosas/ que laten) en humedades que llegan a los ojos en la noche negra, oscura, cenagosa, tan poderosa que es capaz de aparecer a las cinco de la tarde para escupir palabras que son veneno.

Duda, incertidumbre, caos fosfórico. ¿Personas o barcos que se cruzan en el mar? Barcos ardiendo. Cargamentos de esperanza que salta por la borda cuando el alma se queda a la deriva. ¿Colecciones de miedos? Sí rotundo. Cánones estéticos que te hacen desear romper los espejos a cañonazos. Perennes contradicciones. Teclados fríos que pueden prenderse en llamas. Un baile sensual de dedos y deseos fosfóricos. Nunca los silencios fueron tan sonoras («Suenan dos respiraciones en la noche sobre un fondo de silencio», pag. 90) peticiones de auxilio cuando las luces electrónicas abrazan oscuridades interiores en un juego cuyas reglas mutan de segundo en segundo. Segundos agónicos e interminables (horas, días...) que acuchillan la coraza mentirosa de la invulnerabilidad. Nunca se describió tan bien el color de unos ojos esperando el parpadeo de una luz verde. «No se puede desear a quien no se ha visto» (pag. 35). Mentira. Sí se puede. Sus dedos o su ancla.

Terremotos cuya magnitud no cabría en la escala Richter.


 

domingo, 4 de octubre de 2020

La Cueva de las Profecías, Rubén Castillo


Me encanta que me sorprendan, y este autor lo hace constantemente. Cada obra suya que leo me provoca a leerlo todavía más. La sensación es indescriptible pero inequívocamente agradable.

Anoche pude disfrutar de La Cueva de las Profecías, obra de narrativa juvenil para lectores de cualquier edad. Sus páginas nos cuentan un acontecimiento misterioso e intrigante en la vida de Joaquín, un ¿adolescente? ¿preadolescente? a punto de cumplir doce años al que sus padres comunican la dramática noticia de que van a buscarle un hermanito. Dado que el hermanito parece no querer llegar siguiendo los cauces naturales, sus padres deciden buscar ayuda médica y, durante los días que dure el tratamiento, van a dejarlo en casa de su tía Paloma, mujer peculiar que vive sola en el campo. Pueden ustedes imaginar la reacción del muchacho ante una situación tan “injusta”. Ya que no puede hacer nada para evitarlo, al menos incordiará (¡faltaría más!) y hará sentir culpables a sus ogros progenitores, digo a sus padres. Su maquiavélico plan consiste en mantenerse el mayor tiempo posible alejado de la casa de la tía y lo llevará a cabo yéndose de excursión al monte. Pero, ay, en la primera excursión le sucede algo que lo deja completamente boquiabierto, y cambia su percepción del mundo que le rodea. Un mundo donde el límite entre los sueños y la realidad se difumina de tal modo que hasta asusta. El resto... Léanla, no se lo voy a contar todo yo.

Factor común en todo lo que hasta ahora he leído del Sr. Castillo, el encanto de la obra reside no solo en el qué, sino también en el cómo. Cierto es que no estamos en La Cueva de las Profecías ante la pluma lírica e intensa de otras lecturas, pero el autor mantiene el nivel literario haciendo la narración atractiva y fresca. Es más que evidente su maestría lingüística, combinando lo bello con lo asequible con un resultado espectacular. Su construcción de los personajes no es menos desdeñable. La verosimilitud del personaje de Joaquín (su tozudez adolescente, el que lo sepa todo, su ironía y su sarcasmo: “La ilusión de mi vida” en la página 13 es una frase que no sé cuántas veces podre oír al cabo de la semana), sus reflexiones interesantes y su evolución en la trama de la novela son encantadoras. La tía Paloma, un personaje dulce y evocador de nostalgias. Otro plus de su autor es la manera que tiene de anticipar y de hacerte querer seguir leyendo a pesar de que tus ojos casi se cierren de sueño (“Lo que no sabía era que...” pag. 33, 46...), y el diálogo que establece con el lector desde la mismísima primera página, y alguna frase que otra que provoca que se te escape una carcajada (“Los mayores eran más raros que un yogur de cebolla”, pág. 19). Las ilustraciones que acompañan al relato, de Mar del Valle, son deliciosas y ayudan a fijar en la mente escenas a la vez que permiten al lector seguir imaginando.

Solo resta mencionar la sonrisa de mi cara ante la ternura de una de las frases de Joaquín en el epílogo: “De mi hermano no podría deciros más que cosas chulas. Es un muñeco, y no para de sonreír y de hacer cosas graciosas con las manos y con los pies”. Lo leo, lo imagino, lo siento.

 

viernes, 2 de octubre de 2020

La Voz de los Otros, Rubén Castillo


 He de reconocer que empecé la lectura de esta colección de artículos con una cierta sensación de miedo e inseguridad. Hacía mucho que no leía (opiniones o reseñas aparte) textos de este tipo, y me inquietaba la idea de no comprender, de no estar a la altura. Afortunadamente no ha sido así, bien porque no estaba tan oxidada como creía, bien porque el autor encarrila su argumentación de forma apetecible y estimulante (me decanto más por esta segunda opción).

En La Voz de los Otros, Rubén Castillo regala al lector un agradable paseo por su perspectiva sobre las "pepitas" de oro que fue encontrando en sus primeros 25 años como lector (por aquel entonces, 2006; imaginen cómo habrá crecido su colección de pepitas 14 años después). Pensé en escribir unas cuantas líneas sobre cada uno de los artículos, pero ahora me doy cuenta de que saldría una entrada larga y probablemente farragosa, y no es esa mi intención. Solo les diré que ahora entiendo cómo nunca antes el "fuego sordo" que lacera los días de Horacio Oliveira, personaje central de Rayuela (de Julio Cortázar); que quiero leer Las máscaras del héroe, de Juan Manuel de Prada; que, a pesar de no ser muy fan de Pérez Reverte, el artículo del autor me ha hecho reflexionar seriamente sobre Territorio Comanche; que he conocido a un Neruda, dibujado con trazo preciso y finísimo, desconocido para la gran mayoría de lectores; que en alguna de estas vidas haré lo posible para leer a Pascual García (ya he leído alguna cosa suya y es impresionante); que me alegra coincidir en su opinión sobre El vuelo de las termitas de Luis Leante y que sea uno de los tesoros de mi biblioteca; y que escuecen los versos de Marta Zafrilla como una esponja empapada en vinagre y puesta encima de la herida recién abierta.

Si me preguntaran cuál es el que más me ha gustado, no sabría muy bien qué responder. Sin embargo, si me preguntaran por qué me ha gustado, la respuesta estaría muy clara: su forma de enfocar el análisis de las obras y su aproximación a los autores exentas de asepsia, transmisoras de su asombrosa pasión por la literatura. Eso, y que me ha permitido conocer fragmentos de ciertas inquietudes e intereses de la pluma que desde no hace mucho provoca terremotos en mi mundo interior.

Aurora no se durmió, de Judith Romero

Cuando era pequeña me encantaba que me contaran cuentos. Mi madre me enseñó a leer muy pronto y comencé a leerlos a una velocida...