domingo, 20 de diciembre de 2020

Nunca olvidaré tu nombre, de Pascual García

 

Me pregunto qué te ha hecho más daño, si la venganza o el amor.

Habiendo acabado de leer Nunca olvidaré tu nombre, me queda más claro todavía (si es que era posible albergar algún tipo de duda) que Pascual García es un escritor enorme dotado de una pluma increíblemente versátil, que lo mismo nos deleita con sus versos exquisitos, nos ilumina con su ensayo certero o nos deja perplejos con sus relatos. Ahora, por fin, lo conozco en su faceta de novelista y, como siempre me ocurre con él, me queda el poso de una lectura de calidad, completa en todos y cada uno de sus sentidos y que supera con creces mis ya buenas expectativas.

En Nunca olvidaré tu nombre, el lector se encuentra con Aníbal Salinas (que ya debería conocer si ha leído Solo guerras perdidas... pero ay, impaciencia la mía que no he podido esperar a leerlas en orden cronológico), un hombre, un anciano que, a las puertas de la muerte, regresa a Los Olmos, la tierra que le vio nacer, impulsado por dos razones idénticamente tristes e idénticamente desgarradoras. “Había regresado a Los Olmos para ejecutar una venganza y dar término a una antigua y dolorosa historia de amor”. Así de rotundamente nos lo enuncia el narrador en la página 19 de la obra. Vengarse de la persona cuya orden puso fin a la vida de su padre, a pesar de todos los intentos de Aníbal por salvarlo, y cerrar el capítulo de su relación con Elvira, que había quedado en suspenso cuarenta años atrás, al alistarse Aníbal en el bando sublevado cuando estalló la Guerra Civil. Elvira, su amante, una mujer que, por no ser de Aníbal, decidió no ser de nadie más. La que no dejó de esperarlo ni un solo día durante los primeros diez años, la que se convirtió en su viuda sin realmente serlo ni merecerlo. La que, incluso cuarenta años después, provoca en Aníbal ternura y desolación a partes iguales: “Es hermosa como la sensación de haber tocado un sueño con los dedos.” (p. 131). Ambos personajes se convierten, pues, en perfectos símbolos de la funesta época que les había tocado vivir, de las vivencias nefastas que sufrieron en sus carnes todos aquellos que se vieron inmersos en el horror de aquella guerra fratricida. Bendecidos y malditos con un amor que fue al tiempo hermosura y veneno. Impasibles, hastiados, resignados a ellos mismos y a sus circunstancias, a la decrepitud, al tiempo y a las ilusiones perdidas, a la cercanía de la muerte, al vacío de los días, pero capaces aún de emocionarse con el color de unos ojos, con la intensidad de una mirada, con el roce de una piel erosionada por las caricias que no fueron y ya nunca serán. Pascual García embarca a estos personajes en un continuo y melancólico vaivén entre el presente y el pasado lleno de contrastes, de matices y, sobre todo, de un desgarro doloroso, presididos ambos tiempos por una soledad inequívoca, honda y lacerante. “No es que esté solo, es que he nacido para estar solo como si se me hubiera condenado desde el vientre de mi madre.” (p.145)

El autor vuelve a situarnos en un entorno rural, agreste como es Los Olmos (que ya hemos visitado anteriormente en alguno de sus relatos), por lo que la naturaleza tiene presencia propia en la obra: los paisajes de la sierra, el viento arisco que arrastra el aroma del pino y la aliaga, la tierra dura y hosca donde se marchitan los sueños. La historia que cuenta nos llega en dos formas: por un lado mediante la voz del narrador y, por otro, mediante los pensamientos de los personajes, señalados en cursiva a modo de voz en off, lo que dota a la novela de una profundidad y una complejidad que le confieren un atractivo singular. Si añadimos, además, la riqueza de un lenguaje que sugiere tanto como afirma, el resultado no puede ser distinto a excepcional, a lo que ya deberíamos estar acostumbrados cuando de trata de Pascual García. Pero qué bonito es no sentir el peso de la costumbre y seguir abriendo mucho los ojos al leerlo.

Y, para despedirme, un fragmento que se me ha grabado a fuego, un fragmento que refleja a la perfección la tristeza de los amores que se quedan en palabras:

“Palabras sucias y palabras dulces y palabras de fuego. Voy a tener que recordarlas todas y repetirlas como una oración.” (p. 117)

Aunque, en el improbable caso de que fuese posible, lo más sensato hubiera sido olvidarlas.

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