lunes, 16 de noviembre de 2020

Muro de las lamentaciones, de Rubén Castillo


Lo dijo Dante Alighieri y es verdad: casi todos, en medio del camino de la vida, nos encontramos en una selva oscura. Quizá por eso nos aferramos a la esperanza de que al final, exista un horizonte de luz que nos acoja, nos absuelva y nos reconforte. Los protagonistas de estos relatos son seres heridos, cercados por el fracaso, la decepción o el insomnio. Seres que han descubierto con tristeza que los tonos grises han empapado sus calendarios. Seres a quienes la lucidez ha desgarrado y que se acomodan como pueden a la resignación o a las lágrimas. Vivir, en ocasiones, es un ejercicio melancólico. Y todos los muros en que apoyamos la frente se transforman en muros de las lamentaciones.

Esas son las palabras que ilustran la contraportada de Muro de las lamentaciones, colección de catorce cuentos que constituye otro excelente ejemplo del modo excepcional de escribir de Rubén Castillo. Normalmente los grises tienen esa cualidad opaca y anodina que suele hacerlos pasar desapercibidos pero, en esta obra, nos encontramos frente a catorce lamentos compuestos por mil y un matices del gris más evocador, que seducen al lector prácticamente desde la primera línea. Temas y escenarios diversos, una impresionante galería de personajes de lo más variopinto dotados de una potente vida interior brindan al lector multitud de oportunidades de empatizar y/o sentirse identificado con alguna de esas almas perdidas, o rotas por el dolor, o ambas cosas (o con todas, como me ha ocurrido a mí).

Más que de los aspectos formales de los relatos –no estoy hoy yo muy fina ni muy inspirada en ese aspecto. Le echaré la culpa al dentista, y eso que hoy no ha habido anestesia– me gustaría destacar, ante todo, esa capacidad que tiene el autor de sorprender y seguir sorprendiendo, sus finales inesperados disparados a bocajarro. Lean si no “El hombre de los zapatos color corinto” y me cuentan. O “Alucinaciones”. Ese último y el divertido ejercicio metaliterario de “Dos cuentos para que usted los escriba” los he releído con muchísimo cariño porque ya aparecían en Hegel en el tranvía y los he podido gozar con más deleite si cabe (los “zapatos fricativos” del Cuento 1 me siguen alucinando). Los he leído, los he sentido, y he disfrutado la sensación de recordar lo que sentí al leerlos la primera vez. Para mí, y no sé si a ustedes les ocurrirá lo mismo, lo más sagrado, lo más importante de la lectura son las sensaciones del durante y del después. En esta ocasión, ha sido sublime saborear cada cuento, paladearlo y que el cuerpo me pidiera volver a leerlo. A eso hay que añadir el placer de la anticipación sumado a la seguridad de que la historia que viene a continuación se va a disfrutar igual o incluso más que la anterior.

Al principio he pensado que debería elegir alguno de los cuentos que más me han gustado para ponerlos como ejemplo pero, ¿por qué he de elegir? Me niego. Me quedo con todos. ¿Que por qué? Muy sencillo: porque los ha escrito él como solo él sabría escribirlos. Con su prosa intensa, lírica, maestra. Con su lenguaje preciso y brillante. Con su profusión de imágenes poderosas, impactantes y deliciosas (los “zapatos fricativos” siguen dándome vueltas por la mente). Demostrando, una vez más, su excelencia como narrador, como escritor, y como acariciador de mentes lectoras.

Y para mi colección de frases:

Los calendarios carecen de agenda cuando enumeramos pérdidas o contabilizamos reveses (del relato División Keeler)

Aunque permanecí en pie por inercia, en realidad ya estaba muerto por dentro (de Las Lágrimas de Gontard)

Sí, sé que he dicho que no iba a escoger ninguno, y no lo estoy haciendo, pero “Las lágrimas de Gontard” … particularmente doloroso y especialmente intenso. Necesito leerlo una vez más.

 

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