¿Cómo se lucha contra la niebla? ¿Cómo se enfrenta uno contra algo que no ve?
Esa es una de las muchas preguntas que se hace el protagonista de la novela que terminé anoche: La Voz Oscura, de Rubén Castillo (para variar, dirán ustedes). Nuestro protagonista, Jaime Díez, profesor universitario de Química, es, con toda seguridad, uno de esos personajes a los que se detesta profundamente ya en las primeras páginas de cualquier libro en el que aparezca. Atesora una serie de cualidades nada desdeñables: prepotente, machista, maleducado, carente de cualquier tipo de moral o ética (ajenos al suyo propio, por supuesto). Un dechado de virtudes, en resumen. Pues este buen señor entra en su despacho “un lunes de abril”, preparado para afrontar su rutina académica de dar clase, despreciar a quien se le ponga a tiro, volver a dar clase, comprobar que ha humillado a sus becarias como Dios manda, etc. y descubre que el destino ha osado alterar su agenda con un mensaje de correo electrónico de lo más curioso, seguido de la llamada telefónica de una voz oscura, misteriosa y desagradable. El primer pensamiento que cruza por su cabeza es que se trata de una broma con la gracia más que escasa, pero poco después se da cuenta de su error. La voz oscura y su alter ego electrónico, a través de una serie de instrucciones poco o nada ortodoxas y alguna que otra amenaza, torturarán la mente del personaje hasta límites inconcebibles. El teléfono móvil y su McIntosh se convertirán en sus peores enemigos. El tiempo y su vida, en una incógnita. ¿Quién le está haciendo esto y por qué?
Como podrán ustedes imaginar, la tensión narrativa de esta novela es brutal. Yo diría que es una de las obras donde menos presencia tiene la pluma lírica del autor (y digo menos presencia, no carencia), adquiriendo más relevancia las descripciones precisas y fotográficas, tanto de escenarios terrenos como mentales, que retratan de manera realista y sublime los cauces del miedo, la ansiedad y la angustia: «Y sintió un miedo espantoso, irracional, profundo, el miedo que se siente ante las cosas que nos rodean en la oscuridad y que tienen ojos brillantes, y dientes, y pezuñas. Un miedo que nace en la espalda y se extiende por los brazos y la nuca». Con ello obtiene uno de sus mayores méritos, en mi opinión, en esta obra: conseguir que sintamos esas mismas emociones (es decir, una vez más nos manipula a su antojo) y lograr que empaticemos (quién lo hubiera dicho en las primeras páginas) con el deleznable personaje y compartamos su dolor. El desenlace... Bueno, eso mejor lo omito. No voy a ser yo la única que haya caído a cuatro patas, creo yo.
En definitiva, no sé las horas que habré invertido (divina inversión) en leer la obra, pero se me han convertido en segundos. No sé cuántas cosas he dejado de hacer, cuántas obligaciones he dejado de atender (ay, Dios, espero que no muchas), pero solo quería seguir y averiguar de una maldita vez qué demonios estaba pasando.
Algunas de sus frases para mi colección:
“Y el reloj, enfrente, con sus manecillas instaladas en las nueve y 5”
«Las personas que sufren un dolor o una desgracia se preguntan siempre por qué les ha tocado a ellos sufrir, por qué la fatalidad los ha señalado con su dedo huérfano de misericordia»
«Habían sido cuerpos y eran humo»
P. D. Y si no era ya suficientemente tarde cuando acabé la última página, investigando qué se había dicho de la novela me encuentro, pasada la una de la mañana, un regalo que no esperaba encontrar:
Qué afortunada me siento habiendo podido verlo y escucharlo hablar, por fin, de sus obras. Con solo tres horas de sueño, pero
feliz. Algún día me gustaría decirle que hay una cosa en la que se equivoca...
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