¿Dónde estaba, pues, la frontera entre la mentira y la verdad, la línea de separación entre la vigilia y el sueño, la membrana invisible que diferenciaba al apoderado del enfermero? No era admisible imaginar que los delirios de la mecánica cuántica pudieran injerirse en la cotidianeidad y poblarla con sus infinitos desdoblamientos, negaciones, nieblas y antítesis, para hacer de una montaña una sima, de un fogonazo negrura, o de un él un no-él.
Esa es una de las preguntas clave que se hace el personaje principal de la obra que nos ocupa: Anillo de Moebius, publicada en octubre de 2014 bajo el sello de la mallorquina Sloper.
Según he podido leer en alguna wiki, una cinta, banda o anillo de Moebius es una cinta de papel cuyos extremos se han unido al girarlos. Se dice que tiene una sola cara y un solo borde. Obtusa de mí, llevo un rato mirando en Google cintas de Moebius y siempre veo dos caras. Parece ser que muchos expertos en psicoanálisis usan este quasi-mágico recurso para explicar que las oposiciones binarias o las alternancias (verdad/apariencia, realidad/ilusión, amor/odio...) no son tales, es decir, no son items diferenciados que existan en ejes separados, sino que forman parte del mismo continuum. ¿Ocurrirá como ellos dicen? Desde luego, lo que está claro es que estas oposiciones o alternancias son el hilo de seda con el que Rubén Castillo hilvana de forma cautivadora la maraña de situaciones, diálogos, monólogos y pensamientos que conforman las poco menos de 180 páginas de la novela.
La sinopsis, en la contraportada del libro, comienza con una aseveración irrefutable: «Yo soy yo y mi circunstancia». Pero, ¿qué pasa cuando esa circunstancia cambia hasta el punto de perder el ancla de tu propia identidad? Que se lo pregunten a Enrique Beltrán, personaje central de la narración, cuya vida se torna anillo de Moebius un lunes al subir a un autobús. Él tan tranquilo pensando en sus cosas cuando, de repente, una chica «estereofónica» comienza a llamarlo por un nombre que no es el suyo mientras le pide disculpas por un etílico conato de infidelidad. A partir de ahí, todo se le vuelve caos. Al principio piensa que es una broma mayúscula, pero hay demasiadas cosas que no encajan. Conforme vayan haciendo descubrimientos, Enrique y los lectores se sentirán cada vez más confusos.
El tiempo de la narración (de diecisiete capítulos y un epílogo) transcurre en cuatro días. Durante esos cuatro días, vividos prácticamente hora a hora, el autor nos hace experimentar y casi sentir en carne propia la sorpresa, la incredulidad, la angustia, el miedo, la duda, de Enrique Beltrán/Julio Díaz, y nos permite asistir, sentados junto a él, a un final que dejará a personaje y lectores ojipláticos y boquiabiertos por igual. Uno de los mejores finales que esta lectora ha tenido la oportunidad de disfrutar.
Como siempre, y creo que no me cansaré de repetirlo, en sus historias no es solo el qué sino el cómo, y su cómo es fascinante. Mediante un lenguaje fluido (coloquial a veces), dinámico y rico, construye una prosa a todas luces perfecta y nítida que mantiene la intriga, la incertidumbre, el desasosiego y la zozobra página tras página, hasta el punto y final de la novela. Sus diálogos son pulidos y certeros. Tiene un modo delicioso de dibujar, entre tanta tensión, tanta pregunta y tanta vacilación, pinceladas de sarcasmo, humor y ciertas notas de sabor ácido en su justa dosis. ¿Y sus metáforas y sus referencias? Ay (de suspiro, de querer retenerlas todas y que no se escape ninguna). Están llenas de ingenio. En ellas se muestra claramente el talento del autor y el equipaje cultural y literario con el que siempre viaja.
«...le llegó a la nariz el primer fascículo de la primavera, en forma de perfume de azahar» (p. 21). Qué forma tan suya de acariciar los sentidos y la piel lectora.
Bendita serendipia.
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