Decía Séneca que la vida es una obra teatral que no importa cuánto haya durado, sino cuán bien haya sido representada. Según Arthur Miller, el potencial de fascinación del teatro radica en el hecho de ser tan accidental como la vida. El autor cuya obra acabo de terminar debe de estar de acuerdo con ambas celebridades, puesto que nos ofrece una pieza teatral excelentemente representada cuya materia prima no es sino la vida misma, sus caras y sus cruces, sus luces y sus sombras.
Al levantarse por primera vez el telón del Teatro fantasma de Ismael Orcero, publicada por Boria Ediciones en mayo de este 2021, el lector ya percibe de entrada un aroma a melancolía, una nostalgia serena de tiempos que fueron y no volverán, que habitan el abismo de la memoria y quizá alguna vieja fotografía o diapositiva. Las páginas de la obra, más que un diario o un compendio de relatos, conforman un lienzo hecho de retazos basados en su propia existencia. En los diferentes actos de su pieza podremos observar fantasmas de vidas anteriores que impregnan las paredes de una vivienda hasta entonces deshabitada, cafeteras de esencia inmortal, plumas estilográficas que son en realidad cetros reales, juegos y promesas de cuando era niño, jornadas en la oficina o currículos en tránsito, a sus padres, a su pareja. Su pasado, su presente y algún atisbo de su futuro. Acontecimientos importantes, pérdidas irreparables, imágenes adheridas a la retina de su memoria. Nostalgia, sí, pero no una nostalgia catastrofista, sino una mirada sosegada y reflexiva que probablemente le ayude a leer su propio yo mientras se escribe. Sin necesidad de rima ni de métrica, a menudo se desprende de sus líneas pura poesía, sobre todo en aquellos fragmentos donde van de la mano amor, dolor y ternura.
Las armas más poderosas de Ismael Orcero en Teatro fantasma son la sencillez (no confundir con simpleza, por favor) y la cotidianidad. Con un estilo llano y asequible, sin que ello suponga merma alguna a la calidad literaria, Ismael Orcero enciende el proyector y por delante de los ojos del lector comienzan a desfilar con toda naturalidad escenas que bien podrían pertenecer a nuestras propias vivencias. Mezcla en ellas melancolía, felicidad en diferido, incertidumbre, ironía, dolor, denuncia social. Y lo articula todo de manera tan sutil y certera que, cuando cae el telón por última vez en su obra, no tenemos más remedio que comenzar a construir nuestro álbum particular, nuestro propio teatro fantasma. Seguiría ahondando en las virtudes de Teatro fantasma, en sus propiedades beneficiosas para el organismo y puede que, incluso en su potencial terapéutico, pero en realidad solo les diré: léanla y sean testigos de primera mano de lo que ocurre cuando se alza el telón.
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