Acabar un libro con una gran sonrisa es un acontecimiento de valor incalculable, y así es justamente como he terminado la lectura de Teatro de ceniza, de Manuel Moyano. Circunstancias diversas han provocado que esta semana mi tiempo de lectura se haya reducido de forma drástica pero, afortunadamente, este compendio de microrrelatos ha contribuido (muy agradablemente) a reducir mi desasosiego lector (síndrome de abstinencia o mono lo llaman por ahí). Es la primera vez que me adentro en el microrrelato, y la experiencia ha resultado de lo más gratificante.
Teatro de ceniza (Ed. Menoscuarto, 2011) no es únicamente una colección de microrrelatos. Es también la prueba fehaciente de que Manuel Moyano tiene una extraordinaria capacidad creativa, una forma de narrar IM-PRE-SIO-NAN-TE y una habilidad para la escritura fuera de lo común. La temática de las piezas es amplia y variada: revisita mitos, inventa imperios, expone paradojas teológicas y religiosas, versiona elementos de cuentos tradicionales; propicia que lo irreal, lo insólito, se sienten junto a lo cotidiano a la hora del café; redimensiona el concepto doppelgänger, y nos invita a soñar mientras leemos un libro. En prácticamente todas asoma lo fantástico, lo fabuloso. En ellos, la mente del lector viaja a velocidad vertiginosa entre un escenario geográfico y otro, entre un espacio temporal y otro bien distinto. Sus textos son extraños, inquietantes, y sus finales casi siempre llegan provocando asombro. Tampoco hemos de dejar de lado su sentido del humor, ácido a veces, cruelmente irónico otras.
Y todo ello nos lo cuenta Manuel Moyano de forma magistral, con su lenguaje impecable, con su estilo directo. Con su forma de hacer que el lector perciba claramente que no falta ni sobra una palabra, un punto o una coma. Como un arquitecto de la exactitud. Como un devoto de la precisión. Gran descubrimiento el microrrelato, y mayor descubrimiento aún la pluma de Moyano.
Os dejo aquí uno de los microrrelatos que más me han gustado:
AUTOBÚS
Todos los asientos del autobús estaban libres, pero ella se sentó justo a mi lado. La miré de reojo: no había visto una mujer tan hermosa en toda mi vida. Era indudable que quería algo de mí; sin embargo, no se me ocurría nada que decirle: siempre he sido un poco timorato con el sexo opuesto. Fue ella quien rompió el hielo; me cogió de la mano y, mirándome con aquellos grandes ojos de color turquesa, me preguntó qué hora era. El roce de su piel me hizo enfermar de deseo. Apenas acerté a leer la esfera de mi reloj de pulsera; la voz me temblaba cuando respondí: “Las seis y media”. “Entonces, ya es hora de despertar”, afirmó ella.
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