lunes, 4 de enero de 2021

Alimentos de la tierra, de Pascual García


 

Jugué en las calles de un invierno frío,

en sucios callejones de otros años,

en un pequeño pueblo

donde la lluvia aún moja mi memoria.


Como ya he dicho alguna alguna vez, nunca he sido lectora habitual de poesía (sigo desconociendo el motivo). Podría decirse que casi me he estrenado en disfrutarla con Pascual García, y es que no es para menos. Acabo ahora Alimentos de la tierra (Huerga y Fierro Editores, 2008) y, como ya me ha ocurrido anteriormente tras paladear los versos de este autor, me quedo con la sensación de haber acariciado un verdadero tesoro.

Alimentos de la tierra consta de cuarenta y un poemas, divididos en dos bloques (La Tierra Nos Pertenece y Sentados a la Mesa), nacidos de la memoria más íntima del autor, de la que probablemente se nutren el hombre y el poeta configurando en su conjunto a una persona que despierta sin duda el interés y la admiración de aquellos que tienen la fortuna de cruzarse en su camino. Si lo han leído con anterioridad, sabrán (y si no, ya se lo digo yo) que el poeta nació y creció en tierras agrestes y hermosas, rodeado de una familia que fue sinónimo de amor incondicional y conectado de forma inevitable a la bendición y al castigo de la vida rural. Los recuerdos de aquella vida en aquellos tiempos son la materia prima preciosa con la que elabora estos cuarenta y un poemas. Y qué manera de transmitirnos sus vivencias. Pascual García recuerda con los cinco sentidos, revistiendo así cada uno de los versos de una contundencia y una honestidad (yo la percibo) impresionantes. Sus remembranzas adquieren la forma de escenas sencillas repletas de una belleza inconmensurable: una familia sentada alrededor de una mesa compartiendo los alimentos y el amor de cada día, los ojos de un niño oteando el cielo límpido de una mañana de invierno, el abuelo fumando junto a la chimenea. Los hilos de su memoria vienen acompañados del sonido del viento frío y el crepitar de la lumbre, y cargados de aromas, sabores y tactos imposibles de olvidar. Sus letras huelen a olivo, a humo y a pan recién hecho. Saben a leche caliente y a almendras dulces. Y tienen el tacto de la tierra áspera, de los dedos rugosos de los héroes del campo, del agua fresca de las acequias y de la suave piel de su madre. Precisamente, los versos dedicados a esta última, abundantes en todo el poemario, destilan ternura a raudales (“Antes de que amanezca/ me llamará mi madre con su voz/ de ala y susurro”; “Tengo el olor del pan y de sus manos/ como se tiene una reliquia sacra”). Dulzura infinita y sobrecogedora también en los poemas dedicados a la esposa y a los hijos (“y oigo sus palabras aleves, besos/ inesperados y nos crece el mundo/ en las manos y en los ojos...”, dice refiriéndose a su hija en el poema “Como la tierra”). Además, sus referencias al deseo carnal y a los encuentros sexuales son particularmente deliciosas (“Podrías haber sido otra, cualquiera/ una mujer hermosa y diferente,/ desnuda en un cuarto extraño, esperando/ a que llegue el turno de mis manos/ y ejerzan su honda labor de caricias,/ inéditos el vientre y los dos pechos,/ e inmarcesibles los muslos...”).

Belleza, sencillez y verdad conjugadas de forma sublime para dejarnos versos tan hermosos como estos:

“Sentados a la mesa nos queremos,/ el pan caliente, el humo de la sopa,/ y a veces llueve en las ventanas frías.”

“Éramos la piedra, el frío, la tarde,/ y vivíamos en la calle solos/ como animales sin dueño, puros/ y echados en el barro de las sombras.”

“... y está el amor también bajo la mesa,/ entre tus muslos y mis manos, cerca/ de la verdad.”

 

Una comienza a leer el poemario y se da de bruces con una cita de Antonio Muñoz Molina que el autor escoge, con mucho acierto, para dejar entrever a los ojos lectores cuál va a ser, a grandes rasgos, el menú del banquete literario que está a punto de degustar: “Escribir y recordar son actos de pura rebelión contra el tiempo.” Indefectiblemente, se ha de concluir que Muñoz Molina tiene razón, pero solo en parte. Cierto es que la memoria es la diosa que insufla el hálito de vida a cada uno de los versos del poemario. Asimismo, estaremos de acuerdo en que recordar es la única arma de la que disponemos para luchar contra ese tiempo que se nos escapa entre los dedos sin el más mínimo asomo de piedad. Pero escribir es una cosa, y lo que hace Pascual García, otra muy distinta. Porque estoy absolutamente convencida de él no escribió estos versos, sino que, de algún modo incomprensible para nosotros, la poesía que lleva dentro transformó su alma en letras y, engarzándolas con mimo, nos dejó a los lectores esta joya para disfrutarla con el mayor de los deleites.

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