Ubicado a lo largo de las laderas orientales de la californiana Sierra Nevada, 320km al este de San Francisco, el Parque Nacional de Yosemite fue uno de los primeros espacios protegidos en el extenso territorio estadounidense. Cuentan quienes lo han visitado que el lugar cautiva desde el primer momento, y que la luz mágica de un amanecer o un ocaso entre sus rocas es algo que se graba en la memoria para siempre. Así debe de ser, puesto que el autor Antonio J. Ruiz Munuera le rinde homenaje en las poco más de cien páginas de La luz de Yosemite, publicada a principios de 2015 por Ediciones Desnivel.
Conocí a Ruiz Munuera con Ojo de pez, y me pareció un autor formidable, por lo que me hice con todas sus obras publicadas (hasta la fecha) y anoté su nombre en mi interminable listado de autores pendientes. El listado de autores fue escrupulosamente destruido por el bien de mi salud mental, pero este autor permaneció en mi cabeza desde entonces y, como ya es costumbre, decidí comenzar a disfrutarlo desde el principio. Así he llegado a La luz de Yosemite. Reconozco que, una vez leída la sinopsis (cosa que casi nunca suelo hacer; no sé por qué me dio por ahí), me asaltó una ligera duda. ¿Una obra sobre paisajes, montañas, escalada...? Creí que no iba a ser capaz de entrar en ella, de comprender, de gozar leyendo. Suerte que, para variar, no me hice caso, empecé a leerla y descubrí lo equivocada que estaba.
En La luz de Yosemite, Ruiz Munuera nos ofrece seis relatos que, como ya nos advierte en el prólogo, son miembros de una misma cordada encaminada a mostrarnos la historia de tan espléndido paraje (abarcan desde el año 1710 hasta 1998) y parte de las maravillas que alberga. En sus páginas habita una amplia galería de personajes — humanos y no humanos— que bailan al son de una narración concisa, amena y con cierto tono lírico que pone de manifiesto la pasión del autor por los elementos centrales de la obra: la naturaleza, la fotografía y la escalada. Los miwoks (primeros habitantes del lugar), John Muir, y renombrados fotógrafos, escaladores y saltadores comparten protagonismo con acantilados de granito, saltos de agua, ríos cristalinos, bosques de secuoyas gigantes y aves que surcan el cielo de Yosemite. La luz, el aire e incluso las ilusiones que se deslizan por las paredes de roca desnuda son también actores principales en el espectáculo orquestado por el autor en sus páginas. Su manera de contarlo es todo un festín para los sentidos y un acicate para la imaginación lectora.
Una delicia de obra, sí señor.
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