domingo, 19 de febrero de 2023

1Q84, de Haruki Murakami

Es extraño para mí acabar una lectura y no saber concretar conmigo misma si me ha gustado o no. ¿He disfrutado leyéndola? Mucho, sin duda. Entonces, ¿a qué viene esta sensación de incomodidad perpleja? ¿O se trata quizá de una perplejidad incómoda? Da lo mismo, la sensación existe y me provoca una cierta zozobra. Mi primer contacto con la obra del autor nipón con más proyección internacional y aquí me hallo, más confusa imposible. Al menos, soy capaz de reconocer el siguiente hecho: la novela constituye la simbiosis perfecta entre la obra maestra y la rayada mayúscula.

Por lo que he sido capaz de dilucidar picoteando la red, 1Q84 parece ser la obra más extensa (hasta la fecha) de Haruki Murakami. Yo he leído la traducción al inglés de Jay Rubin y Philip Gabriel publicada por Vintage Books en 2012 y consta de más de  1300 páginas. Es difícil clasificar la novela en términos de género, pero creo que no sería descabellado hablar de un híbrido a caballo entre la ciencia ficción, el realismo mágico, el surrealismo y el suspense. En 1Q84 (el eco orwelliano le llega al lector claramente desde el título) Murakami sitúa al lector no en un mundo imaginado, sino en un mundo real –Tokio, 1984– que acoge sin armar revuelo las injerencias de lo fantástico, de lo onírico o de lo milagroso (entiendo como tal aquello que carece de explicación científica). Dividida en tres libros, la obra discurre en planos narrativos alternos. En los dos primeros libros, se turnan el relato de Masami Aomame y el de Tengo Kawana, los personajes centrales de la novela. Ella, oficialmente instructora en un gimnasio y fisioterapeuta, es una asesina sui generis a las órdenes de una viuda multimillonaria que persigue el loable objetivo de reducir los casos de violencia machista mandando al otro barrio a hombres despreciables (he de decir que Masami Aomame me ha traído varias veces a la memoria a la Lisbeth Salander de Larsson). Él, Kawana, un insulso profesor de matemáticas y escritor de ficción en ciernes, recibe el fraudulento encargo de reescribir La crisálida de aire, una historia dictada por una misteriosa y exótica adolescente que se esconde bajo el pseudónimo de Fuka-Eri. Entre las historias de los dos coprotagonistas, aparentemente inconexas, se irán tejiendo puentes narrativos que prepararán al lector para el desenlace del libro tercero, donde aparecerá una tercera voz, la del estrafalario investigador Ushikawa, cuyas pesquisas subrepticias harán a los personajes principales caminar sobre el filo de la navaja. ¿Y que tendrán en común las voces de estos personajes? Una comunidad religiosa e intocable llamada Sakigake, un firmamento nocturno dotado de dos lunas y unas criaturas mágicas y minúsculas que tejen crisálidas con briznas de aire. Mundos solapados, realidades paralelas. Y la historia de amor más insólita que he leído nunca.

Murakami demuestra en 1Q84 ser un maestro a la hora de acoplar lo prodigioso a lo real. Los personajes narran en primera persona, maximizando la posible empatía del lector. El autor los desnuda sentimentalmente, ahonda profundamente en sus cómos y sus porqués, y lo hace de manera brillante. Se los presenta al lector como individuos solitarios, melancólicos, portadores y cautivos de un vacío existencial inabarcable, aquejados de una dolorosa orfandad espiritual. Salpica la narración de una profusión de referencias culturales, sobre todo al jazz, y convierte su obra en un magnífico ejercicio metaliterario.

Entonces, ¿por qué la sensación de incomodidad? Probablemente porque Murakami practica un surrealismo muy abierto y he acabado sintiéndome como sus propios personajes, desbordada por todas las preguntas que nunca tendrán respuesta. En definitiva, Haruki Murakami parece un escritor que desafía las reglas establecidas y apuesta por la libre creatividad. Juega con la imaginación y las emociones haciendo que el lector viaje constantemente entre lo aparentemente real y lo onírico en un mundo de ilusiones, o como él lo llama: de realidades colindantes. Quizá sea que sus historias no están concebidas para comprenderlas en su totalidad, sino para paladearlas y degustarlas como un ejercicio literario sublime. Y desde esa perspectiva, lo cierto es que sí me gusta.

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