lunes, 5 de octubre de 2020

Las Hogueras Fosfóricas, de Rubén Castillo


«Cuando se llora ya no quedan palabras y el alma es un incendio»

Llevo todo la tarde pensando en qué iba a escribir en el blog sobre esta novela, y prometo que todavía no lo sé. Mira, yo empiezo, y que sea lo que tenga que ser. Anoche, la primera vez que la leí, fue un torbellino, arrollador e implacable. Salí confusa, dolida, rota, desnuda por dentro. Hoy he dedicado gran parte de mi primer día de vacaciones (¡benditas vacaciones!) a releerla una segunda y una tercera vez. La segunda me ha reconciliado con las páginas; la tercera me ha permitido apreciar los matices.

Aun así, no consigo centrarme e intentar mostrarles (una vez más) la grandeza literaria del autor, su prosa traidora que es poesía, sus versos disfrazados de flechas envenenadas (o a lo mejor es al revés, estoy confusa). Si miran ustedes la fotografía que encabeza esta entrada, verán una innumerable cantidad de marcadores de los colores más chillones que señalan las páginas donde he encontrado una frase que me ha impactado, unas líneas que me han vuelto del revés, unas palabras malditas que me han entrado en los ojos y los han hecho desaguar. No he podido acabar de contarlos, ni falta que me hace. Sé, con seguridad, con certeza, que el mundo sería un lugar mejor si estuviera empapelado con sus letras. Ya les pido perdón de antemano por esta entrada tan poco ortodoxa, pero ahora mismo mi nombre es caos.

Me siento pequeña. Aunque lo intentara, no alcanzaría a transmitirles la sensación de VERDAD (así, con mayúsculas) que destila la tinta impresa. Ni la magnífica dualidad de sus voces narrativas, una que enmarca y otra que destroza. Ni el dinamismo y la complejidad (auténtica, real) de sus diálogos: del lenguaje directo de Marge («Las palabras no muerden. Úsalas», pag. 34) y del subterfugio permanente de Tristam («Rubor de quien le tiene miedo a algunas palabras», pag. 98). Ni la belleza lacerante y desgarradora de sus imágenes, personificaciones y sinestesias que transforman las pantallas (dolidas/ enfurruñadas/ compungidas/ dubitativas/ perplejas/ desconcertadas/ rabiosas/ que laten) en humedades que llegan a los ojos en la noche negra, oscura, cenagosa, tan poderosa que es capaz de aparecer a las cinco de la tarde para escupir palabras que son veneno.

Duda, incertidumbre, caos fosfórico. ¿Personas o barcos que se cruzan en el mar? Barcos ardiendo. Cargamentos de esperanza que salta por la borda cuando el alma se queda a la deriva. ¿Colecciones de miedos? Sí rotundo. Cánones estéticos que te hacen desear romper los espejos a cañonazos. Perennes contradicciones. Teclados fríos que pueden prenderse en llamas. Un baile sensual de dedos y deseos fosfóricos. Nunca los silencios fueron tan sonoras («Suenan dos respiraciones en la noche sobre un fondo de silencio», pag. 90) peticiones de auxilio cuando las luces electrónicas abrazan oscuridades interiores en un juego cuyas reglas mutan de segundo en segundo. Segundos agónicos e interminables (horas, días...) que acuchillan la coraza mentirosa de la invulnerabilidad. Nunca se describió tan bien el color de unos ojos esperando el parpadeo de una luz verde. «No se puede desear a quien no se ha visto» (pag. 35). Mentira. Sí se puede. Sus dedos o su ancla.

Terremotos cuya magnitud no cabría en la escala Richter.


 

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