viernes, 30 de octubre de 2020

Galatea de las esferas, de Rubén Castillo

La carne olvida (el olvido de la carne se llama cicatriz), pero la memoria nunca lo hace.

Esa afirmación tan rotunda, tan desgarrada, tan solemne y tan real la hace Enrique Saorín, bedel de instituto de oficio y narrador en primera persona por vocación, en la página 22 de Galatea de las Esferas. Esta obra es y siempre será especial para esta lectora, por muchísimas razones. Una de las principales, que me abrió la puerta a las letras de Rubén Castillo. Bendita serendipia.

La leí por primera vez a principios de mayo de este 2020 lector y pandémico, y escribí esto:

Llevaba tiempo queriendo leer algo de Rubén Castillo Gallego. Las referencias al autor eran francamente buenas y me picaba la curiosidad. Acabo de terminar Galatea de las Esferas, y estoy confusa, impactada. Mi mente es ahora mismo un torbellino de ideas, de emociones, de "quieroynopuedos" que no consigo poner en orden. No todos los días encuentra un lector un tesoro como este. Ilusa de mí, mi intención era escribir una reseña pero, sinceramente, no me siento capaz de reseñar lo sublime.
La obra es, en esencia, la deconstrucción emocional perfecta de una mente torturada por un pasado fugaz que dejó de serlo para convertirse en omnipresente. La sintaxis se acopla al ritmo del monólogo interior del narrador como un guante a la piel de la mano. La riqueza léxica impera en cada una de las páginas. El autor articula, con maestría a raudales, lo anterior combinándolo con el uso de figuras retóricas impresionantes (cito textualmente de mis notas: "metáforas, antítesis, paradojas... que cortan la respiración) logrando una prosa de un dinamismo y una fuerza expresiva que rayan lo adictivo.
En resumen: genialidad en estado puro.
Resultado: paroxismo lector agravado por orgasmo cerebral.

Ahora, más de cinco meses después, casi me sonrojo al leer lo que escribí (he dicho casi, y me reafirmo en todo) y sé que podría estar escribiendo o hablando sobre su Galatea un millón de años y aun así no lo diría todo. Aquella primera vez me impactó su intensidad, su imaginería potente y arrolladora, su habilidad, su estilo narrativo y su capacidad para mantenerte en un ay. Fue, y lo confirmo, una revelación, un orgasmo cerebral. Sentí cierto temor al decidir leerla de nuevo, por si de algún modo se rompía la magia. No podía andar más errada. Ya no es solo orgasmo cerebral. Es puro éxtasis subrayador y sensitivo. Es una tromba de post its de colores en las páginas cada vez que una frase, un párrafo, una reflexión, me han llovido por dentro. Es leer y releer y sentir que me tiembla la memoria, las entrañas o los dedos. Me sigue aturdiendo el hecho de que su prosa traidora tenga el poder de hacerme vibrar.

Enamorada de este fragmento: No hace falta optar (ni es humano optar) entre el verano y el invierno: podemos vivir ambos. Con la misma intensidad. Con la misma avaricia. Con el mismo placer. ¿A ti quién te gusta más, Borges o Cortázar?

Enganchada a palabras que solo se pueden articular en los sueños: Se me cambia la piel de nombre de tanto imaginarte.

Dejando aparte la marea de emociones y sensaciones que me provoca leerlo, alguien con conocimiento de causa y poseedor de terminologías académicas debería hacer un análisis de la prosa sensual de Rubén Castillo. Por sensual me refiero al modo en que están presentes los cinco sentidos en sus narraciones (olores, sabores, imágenes, sonidos y tactos dignos de anotar). O sobre sus sinestesias rompedoras. O sobre sus silencios tangibles, plásticos, estruendosos. Quizá algún día...

Copiando a Edward Cullen (me da igual lo que digáis), sus letras son «exactamente mi marca de heroína».


 

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