Acabo esta obra en la incomodísima situación de no poder afirmar con seguridad y firmeza si me ha gustado o no la novela. ¿He disfrutado leyéndola? Sí (el verbo de Espinosa no es desdeñable) ¿He sentido mientras leía? También. Si voy analizando así, punto por punto, llego a la conclusión de que sí que he disfrutado la lectura, y que lo que no me gusta es la sensación que tengo ahora, una vez acabada. Un millón de preguntas y ninguna respuesta. El libro y yo nos miramos y dudo si volver a leerlo o tratar de digerirlo más adelante. Espinosa no me responde más que con un escueto “allá tú”.Ya dijo Enrique Tierno Galván en la presentación de esta obra, en la Librería Antonio Machado, en Madrid, en enero del 81 (un par de meses antes de que yo viera la luz) que era este un libro “infrecuente”. Y qué razón tenía.
El tiempo y el espacio de la novela están solamente perfilados, que no definidos, al igual que la mayoría de personajes, reducidos a simples voces o incluso a estilos indirectos. El argumento es mínimo: Daniel y Damiana (boticaria de 40 años) son amantes (en secreto) durante 8 años. Damiana conoce a Lucía, una joven lesbiana, con la que inicia una relación sentimental al poco tiempo, para tormento de Daniel que, como buen perro del hortelano, ni come e intenta no dejar comer (pero los dioses no están de su lado y Damiana y Lucía comen hasta hartarse). Entra en escena Juana, ex-amante de Daniel, intentando recuperar su ¿amor? tras haberle confesado este sus cuitas tribádicas.
En cuanto a estructura, en los dos primeros capítulos encontramos a Miguel Espinosa como autor-narrador. Nos presenta los hechos con un disfraz de objetividad del que luego se irá desprendiendo mientras orquesta la narración mediante un juego de voces epistolar casi en su totalidad. Así, el cuerpo de la novela se compone principalmente de las cartas de Juana a Daniel. A través de estas cartas se nos manifiesta no solo el punto de vista de Juana, su amor desgarrado e incondicional por el amante despechado, sino también la perspectiva de Daniel (obsesión, angustia) y el rumbo que van tomando las vidas de Damiana y Lucía. Aparece asimismo en estas misivas una polifonía de pareceres y juicios éticos y morales de un coro de personajes de los que no conocemos prácticamente nada salvo sus opiniones sobre el asunto. Ya al final del libro, se nos presentan ciertos comentarios, unos reiterativos y otros algo más clarificadores, por parte de algunos de esos personajes.
Se aprecian en la narración ciertos toques de ironía (a veces pura burla) del autor hacia sus personajes, sobre todo en el modo de describir sus conversaciones y sus preocupaciones. Entiendo esto como crítica hacia la sociedad opaca e hipócrita de aquel entonces. Cómo no, la narración está salpicada de grandes dosis de erotismo, básicamente “fricativo y succionador” (aderezado por el lamento por la “méntula” perdida). Y el uso del lenguaje, no encuentro palabras para describirlo. La obra es todo un desafío a nivel lingüístico (no hablemos ya del intelectual). Solamente el listado, presentado en las primeras páginas, de los “nombres” con los que después se referirá el autor a Damiana y a Lucía es para volverse loca.
Confieso haberme perdido un poco en la dimensión teológica de la novela, puesta de manifiesto en uno de los comentarios del final; no alcanzo a entender esa forma de asemejar a Daniel con Dios y a Damiana con el Diablo (lo de Juana con el arcángel ya ni lo intento). No veo la lucha del bien contra el mal (aparte, claro está, del tema de que a finales de los 70 los homosexuales debían de ser el demonio emplumado con cuernos y rabo; pero, en el caso de las lesbianas, ¿he podido entender que se podía ser lesbiana de puertas para dentro sin considerarse depravación?; ¿estaba, pues, el pecado en afirmarse públicamente “friccionadora y succionadora”?) Todo es luz y oscuridad en esta historia, atrevida y transgresora, de pasiones, inquisiciones y lamentos.
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