domingo, 4 de octubre de 2020

La Cueva de las Profecías, Rubén Castillo


Me encanta que me sorprendan, y este autor lo hace constantemente. Cada obra suya que leo me provoca a leerlo todavía más. La sensación es indescriptible pero inequívocamente agradable.

Anoche pude disfrutar de La Cueva de las Profecías, obra de narrativa juvenil para lectores de cualquier edad. Sus páginas nos cuentan un acontecimiento misterioso e intrigante en la vida de Joaquín, un ¿adolescente? ¿preadolescente? a punto de cumplir doce años al que sus padres comunican la dramática noticia de que van a buscarle un hermanito. Dado que el hermanito parece no querer llegar siguiendo los cauces naturales, sus padres deciden buscar ayuda médica y, durante los días que dure el tratamiento, van a dejarlo en casa de su tía Paloma, mujer peculiar que vive sola en el campo. Pueden ustedes imaginar la reacción del muchacho ante una situación tan “injusta”. Ya que no puede hacer nada para evitarlo, al menos incordiará (¡faltaría más!) y hará sentir culpables a sus ogros progenitores, digo a sus padres. Su maquiavélico plan consiste en mantenerse el mayor tiempo posible alejado de la casa de la tía y lo llevará a cabo yéndose de excursión al monte. Pero, ay, en la primera excursión le sucede algo que lo deja completamente boquiabierto, y cambia su percepción del mundo que le rodea. Un mundo donde el límite entre los sueños y la realidad se difumina de tal modo que hasta asusta. El resto... Léanla, no se lo voy a contar todo yo.

Factor común en todo lo que hasta ahora he leído del Sr. Castillo, el encanto de la obra reside no solo en el qué, sino también en el cómo. Cierto es que no estamos en La Cueva de las Profecías ante la pluma lírica e intensa de otras lecturas, pero el autor mantiene el nivel literario haciendo la narración atractiva y fresca. Es más que evidente su maestría lingüística, combinando lo bello con lo asequible con un resultado espectacular. Su construcción de los personajes no es menos desdeñable. La verosimilitud del personaje de Joaquín (su tozudez adolescente, el que lo sepa todo, su ironía y su sarcasmo: “La ilusión de mi vida” en la página 13 es una frase que no sé cuántas veces podre oír al cabo de la semana), sus reflexiones interesantes y su evolución en la trama de la novela son encantadoras. La tía Paloma, un personaje dulce y evocador de nostalgias. Otro plus de su autor es la manera que tiene de anticipar y de hacerte querer seguir leyendo a pesar de que tus ojos casi se cierren de sueño (“Lo que no sabía era que...” pag. 33, 46...), y el diálogo que establece con el lector desde la mismísima primera página, y alguna frase que otra que provoca que se te escape una carcajada (“Los mayores eran más raros que un yogur de cebolla”, pág. 19). Las ilustraciones que acompañan al relato, de Mar del Valle, son deliciosas y ayudan a fijar en la mente escenas a la vez que permiten al lector seguir imaginando.

Solo resta mencionar la sonrisa de mi cara ante la ternura de una de las frases de Joaquín en el epílogo: “De mi hermano no podría deciros más que cosas chulas. Es un muñeco, y no para de sonreír y de hacer cosas graciosas con las manos y con los pies”. Lo leo, lo imagino, lo siento.

 

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