Cometí la imprudencia de comenzar a leer Enigmas para un rey un sábado por la noche, rozando la madrugada, y a punto estuve de cancelar los planes del domingo para poder devorarlo a placer. La tensión dramática ya es palpable desde las primeras páginas. El prólogo provoca ganas de morderse las uñas: un año después del trágico desenlace de Tablero mortal, el asesino invisible vuelve a la carga secuestrando a un miembro del equipo de Marco Duarte. Para encontrarlo, deberán resolver el enigma escondido tras unos versos pergeñados por el mismo secuestrador. Logran salir airosos de este primer lance, pero no tienen ni idea de que la verdadera pesadilla acaba de empezar. El inspector Marco Duarte se verá inculpado en dos asesinatos y tendrá que actuar desde la clandestinidad. Contará, eso sí, con una ayuda inesperada. Mientras tanto, sigue la partida de ajedrez iniciada por el asesino. Acertijo retorcido tras acertijo retorcido irán cayendo las piezas y la ciudad volverá a bañarse en sangre. Para colmo entra en escena el inspector Rojas para liderar el equipo, y no va a despertar precisamente simpatías. Lo van a tener francamente difícil hasta que... Hasta que nada. La leen y sufren como he sufrido yo hasta el último segundo.
Javier Marín vuelve a demostrar en Enigmas para un rey su habilidad en el manejo del argumento y en la construcción de los personajes. La doble línea temporal durante el primer tercio de la obra es, a mi parecer, todo un acierto, y la elección de la brevedad en los capítulos le confiere a la narración un dinamismo brutal. Su técnica anticipatoria contribuye a la escalada de la tensión dramática capítulo a capítulo. Al lector apenas le va a estar permitido respirar, así que imaginen. Absténganse solo si padecen alguna cardiopatía.
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