viernes, 27 de noviembre de 2020

El Calendario de Dios, de Rubén Castillo

 

Le había sido otorgado un don casi divino y sólo la templanza, la rectitud, el autocontrol, la sagacidad, la discreción y la inteligencia le serían útiles para modular y conducir ese don.

Desde el principio de los tiempos, la humanidad ha sentido la imperiosa necesidad de conocer el futuro. Así lo atestiguan las figuras de chamanes, oráculos griegos, augures romanos, lectores de posos de té o de café, bolas de cristal, líneas de la mano o cartas del tarot. Gran parte de las sociedades de todas las épocas han considerado “afortunadas” a las personas capaces (al menos, presuntamente) de realizar la proeza de conocer el porvenir. Sin embargo, el protagonista central de la novela que nos ocupa, afirma en la página 147:

«Pero si alguien les diera el poder, el increíble poder, el aterrador poder de conocer todo eso con antelación notarían una angustia terrible a los pocos días.»

Esa zozobra, esa ansiedad son justo las que siente Horacio a la hora de enfrentarse a su quasi-divina dádiva. Horacio, personaje principal de El calendario de Dios, descubrió a una edad temprana que poseía el don de la adivinación a través de los arcanos. Su maestro, Leo, le enseñó la importancia de aquel poder y la cautela con la que debería desenvolverse para manejarlo. Le insistió millones de veces en que intentar cambiar destinos podría conllevar resultados catastróficos. Horacio hizo de aquella enseñanza una de sus máximas de vida, respetándola incluso a costa de ver su alma rota en mil pedazos. Hasta que un buen día la misericordia, la piedad, el dolor ajeno, le hacen romper las reglas a las que siempre se había mantenido fiel. Un compasivo, pero imprudente, gesto pondrá fin a su solitaria y relativamente apacible existencia abocándolo a un vertiginoso torbellino de persecuciones y huidas, traición y angustia. ¿Qué querrían los que intentan darle caza de aquel hombre que podría vislumbrar el calendario de Dios?

Intriga garantizada a través de sus 327 páginas. Ritmo ágil que mantiene enganchadísimo al lector durante toda la obra. Prosa pulcra, afinada, concisa. Acción trepidante mezclada con una magnífica profusión de interesantísimas reflexiones filosóficas, literarias (Horacio es un apasionado de la literatura), incluso sobre fútbol o gastronomía. Impresionante el modo de mostrarnos el pasado del protagonista mediante un delicioso uso del flashback (los cambios no son abruptos, sino que media entre los tiempos una suerte de transición). Un final impactante para una de las narraciones del autor quizá menos líricas (ojo, solo menos) pero más profundas en la que Rubén Castillo nos transmite la soledad, el desarraigo, la incomprensión que sufre su personaje de una manera brillante y maestra. Vamos, como siempre.

Termino esta novela con un doble nudo en la garganta, con la sensación agridulce de haberla disfrutado, pero también de haber llegado al final de un viaje en el que gustosamente me hubiera quedado atrapada hasta el último de mis días (no me quedará más remedio que volver a recorrer sus letras y redescubrirlas). Dice Pablo De Aguilar en Lo que está por venir que “las primeras veces nunca se olvidan”. Gracias, Sr. Castillo, por tantas primeras veces. Gracias por haberme hecho descubrir tantísimas cosas. Gracias, con hasta la última fibra de mi alma lectora.

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