martes, 30 de marzo de 2021

Luz para comer el pan, Pascual García

 

Tenemos luz para comer el pan
y estamos juntos y damos las gracias.

Es de bien nacido ser agradecido, y por lo tanto, qué mejor manera de comenzar a hablar de Luz para comer el pan (Ediciones Vitruvio, 2002) que dando las gracias a Pascual García, su autor, por haberme regalado la luz de su poesía, quizá no para comer el pan, pero sí para iluminar la penumbra de unos días un tanto extraños. Leer sus versos es mucho más que disfrutar de la lectura. Es perderse por su hermoso paisaje interior y percibir el aroma de los jazmines, el aire fresco de la sierra, la suave fragancia del mar el calma y la leña de un hogar que caldea el espíritu aun en medio de la peor tormenta.

En Luz para comer el pan, Pascual García comienza agradeciendo a la vida por los dones del presente: «Tenemos el pan y el sueño, la vida/ está aquí con nosotros, en el mar/ y en la ventisca de nieve, y en la rosa./ Este es el día de los dones. Gracias/ por todo...» ("El día de los dones"). Carpe diem porque tempus fugit y un día nos hallaremos «llenos del tiempo/ que ya no poseemos,/ porque se nos ha ido así de pronto,/ huido entre las manos y disuelto/ en las lágrimas y en los besos de humo/ que no dimos a nadie.» ("Viaje a este lado del mundo") y nada nos quedará «excepto la memoria, manos/ de niebla en el espacio de la ruina,/ y palabras de humo...» Para protegerse de "Tanta sombra" y del "Dolor del tiempo", Pascual García se refugia en el sabor agridulce del amor: «Porque el amor tiene caminos dulces/ y sendas de piedra y dolor y espinas» ("Todo el amor") y sitúa a este "En el centro del mundo". En "Barro en las manos" recuerda a los héroes de su infancia,   a quienes «la fatiga les duerme los ojos de greda y sueño.» La luz de agosto, el fuego conciliador, la ternura de un recién nacido en el hogar, la pasión arrolladora de los amantes... constituyen parte de la prodigiosa ofrenda que Pascual le brinda al lector con su lenguaje y su magia de poeta de raza.

Y, como en la mayoría de ocasiones, siempre hay unos versos que se me quedan enganchados en algún rincón del alma. Pertenecen al poema "Locus amoenus", y con ellos me despido:

En alguna parte del cielo existe
un territorio para guardar sueños,
un país de mentira donde pasan
las cosas importantes cada noche,
un pedazo de mundo reservado
para nosotros dos que no supimos
estar el uno con el otro siempre...

domingo, 28 de marzo de 2021

El invierno en sus brazos, Pascual García

 


Pasan los días y las cosas tienen

otro espíritu, como un fuego oculto,

cuyas cenizas nos pertenecieran.

Es una luz que el tiempo ha suavizado

para mostrarnos el camino.


Son estos los versos que abren “Memoria del paraíso”, primer poema de El invierno en sus brazos, de Pascual García, publicado en 2001 por el Servicio de Publicaciones de la Universidad de Murcia y galardonado con el Premio al Libro Murciano del Año. Son estos los versos que abanderan una obra que ha vuelto a dejarme una sonrisa en el rostro y un cálido alboroto en el corazón. Reconoceré, pues, que pasar el invierno, la primavera, el verano o el otoño en brazos de las letras de este autor tiene que estar muy cerca de habitar algún paraíso cuyas llaves únicamente se entregan a quienes gozan de la inmensa fortuna de leerlo.

El invierno en sus brazos es la vida en su esencia más pura, con sus luces y sus sombras, sus alegrías y sus tristezas, sus caras y sus cruces. Por ello, en el poemario, habitado por la lluvia, el café, la cama, el vino, los libros y las hermosas liturgias donde bailan piel y besos, coexisten el tono elegíaco y el celebratorio.

Pascual García se lamenta por el paso del tiempo que todo lo cambia: «Pasan los días y las cosas tienen/ un nombre distinto» (“Memoria del Paraíso”). En sus líneas quisiera parar el continuo girar de las agujas del reloj que marchita las pieles aunque mantenga intacta su memoria, que se lleva los labios incandescentes que tatúan besos en el alma y que nos sitúa irremediablemente “Tan cerca de la muerte”. Para contrarrestar ese paso del tiempo, busca refugio en su memoria, acariciando con nostalgia los recuerdos de sus días de infancia, como en “La memoria y el invierno”, en “In memoriam” (donde evoca con ternura la imagen de su abuelo) o en “Otra vez la vida”, donde nos dice: «... y el invierno/ vendrá un día de estos con mi infancia/ y acercará la nieve y el trabajo/ como un regalo turbio de la noche.» O se parapeta tras recuerdos de amor, tras las imágenes deliciosas de «...adolescentes/ que hubieran encontrado su delirio/ y no supieran las palabras justas/ para nombrar el fuego y la ceniza/ y creyeran solo en sus manos dulces/ y en sus labios de arena...» (“El tiempo se detiene”). Las imágenes con las que el poeta construye el amor destilan belleza por cada una de sus letras, y hacen soñar, vaya que si hacen soñar.

Por otro lado, celebra la vida sin más, «porque vivir es suficiente a veces/ vivir sin un motivo, abrir la boca/ y respirar el día como un soplo» (“Otra vez la vida”) y nos transmite sus latidos cuando piensa «... en la primera luz del mundo,/ nuevamente en tus ojos» (“Cogidos de la mano”). A pesar de que «Vivimos una edad sin dioses,/ huérfanos del miedo, iluminados por el rayo,/ pero vencidos por el aguacero...» y de que «Pasan los años y la vida tiene/ el color de los sueños incumplidos» (“In memoriam”; de estos versos en concreto aún estoy deshaciéndome el nudo en la garganta), nos dice que «la vida nos pasa tan cerca/ que su calor nos alumbra y su fuego/ caldea nuestras manos.» (“Hechizo”).

Y en su alquimia de poeta destila sus versos con emoción, sencillez, luz y verdad. Ya sé que siempre me repito con esto, pero es la sensación que tengo: que Pascual no tiene que inventar sus versos, sino que pasan directamente del torrente de su sangre al papel. También he descubierto que su magia le permite conocer de algún modo mi alma y regresar al pasado para escribir estas líneas (para mí, solo para mí, para que yo los lea y los relea y los sienta y sienta que son tan verdad como yo misma): «Usé las palabras y tuve miedo,/ y supe su misterio y su fragancia,/ sus tinieblas de voces confundidas/ y su luz tenebrosa, su alboroto/ Dije mi dolor y pronuncié nombres/ de fuego y de tristeza, caravanas/ de espectros y pesadillas oscuras/ y amé con ellas y gocé su carne./ Quien ha tocado la vida no puede/ volver sobre sus pasos/ e ignorar el secreto/ como si nada hubiese sucedido,/ pues la verdad nos quema como un ascua/ y queda su semilla en nuestra casa...» (“Las palabras de la vida”)

La poesía de Pascual García ensancha el alma y nos presta cielos para disfrutarlos aun a sabiendas de que son ajenos. Leyéndole

...A veces,

tocamos con la punta de los dedos

la delicada urdimbre de los sueños

y somos, por unas horas, felices

y nada puede entonces sucedernos.

(“Salmo”)



Revolución, Cantabella & Cantabella

 

Poesía es Revolución.

Revolución es el golpe del verso

en el hombro del oprimido.

El pueblo es Revolución.

Llenemos las urnas con los poemas

que contienen nuestros gritos.


Así reza el poema XV de Revolución (Raspabook, 2014), obra que aúna dos lenguajes muy diferentes pero absolutamente compatibles: el de la palabra y el de la imagen, el de los versos bellos, sencillos y transparentes de José Cantabella y las vallas publicitarias, con mensajes abrumadores, de Carmen Molina Cantabella, con un objetivo complejo pero muy loable: mostrar su disconformidad con el mundo detestable que les rodea, su preocupación por lo social y por la corrupción política que campa a sus anchas en absolutamente todas las instituciones, adentrándose de lleno en el concepto social del arte y la literatura como “sacudidores de conciencias”.

Nos cuenta Pascual García en el prólogo (magnífico prólogo; no podía ser de otra manera) que la inspiración de los versos de Revolución proviene del 15M, allá por 2011, cuando un grupo de ciudadanos, impulsados por el hastío ante la situación política del momento (deleznable, deplorable), y con la esperanza de generar vientos de cambio y tener alguna posibilidad de futuro, salen a la calle y acampan en las plazas de muchas ciudades españolas, ocupándolas de manera pacífica pero rotunda, “dispuestos a poner en entredicho el sistema”, a hacerse ver y oír, y a provocar cualquier modificación en la escombrera ética de la política española.

En el primer poema, José Cantabella nos cuenta que «Amanece en la ciudad/ tomada por los insurrectos» mientras, en la página contigua, la valla publicitaria nos muestra la imagen de una mujer con los ojos vendados. Así, ese amanecer sería la metáfora perfecta del despertar de la conciencia ciudadana. Sigue, en el segundo poema, contándonos que ese amanecer-despertar es distinto, «y que la luz/ va a cambiar la bella,/ y olvidada ciudad que otros/ han ido saqueando impunemente» (y esa ciudad no es otra que su mítica Recuerdo) y, más adelante que «podremos/ muy pronto, caminar juntos, Revolución,/ por las calles liberadas/ de tu ciudad triunfal.» Indignación, lucha, fraternidad y esperanza pondrán la música a los versos del poeta, que aportarán (al mismo tiempo que la reciben) fuerza a imágenes de ciudadanos transformados en caballos salvajes, obviamente domesticados y atemorizados por los esbirros de los poderosos (imagen titulada “La libertad no es para siempre”), de antidisturbios golpeando a una hilera de pingüinos (titulada “Reformas”) o de ruedas de reconocimiento integradas por “Partidos políticos y otras peligrosas bandas”.

Sin embargo, el componente político y social no es el único presente en la obra, pues muchas de las líneas de la misma nos cuentan una bella historia de amor que discurre paralela a la reivindicación:

«... tú, mi dulce amiga, Revolución, solo puedo susurrar unas breves palabras que como el rumor de ese mar verde de tus ojos, suena así: “Gracias, y te amo tanto”.»

«Revolución, mi dulce amada,/ tienes bellos pensamientos/ entre tus manos blancas...»

Pero, ¿no es el amor la más dulce y fogosa de las revoluciones? ¿Son acaso Revolución y amor una misma cosa?

La Revolución (siempre en mayúscula), el amor (o una combinación de ambos) y la ciudad son los protagonistas reales de esta obra, cuyos hermosos versos se funden en un poderoso abrazo con la iconografía valiente, rebelde, transgresora, de Carmen Molina Cantabella, creando un conjunto donde la belleza, la fuerza y la sensibilidad conquistan, a partes iguales, el espíritu lector.

sábado, 27 de marzo de 2021

Los sueños cotidianos, José Cantabella


 

Que tú eres poesía,

solo lo sabemos nosotros dos.

Nada importa que ellos

digan que eres narrativa,

ensayo o teatro.

Qué sabrán ellos de literatura.

¿Acaso conocen de tus besos?


Estas preciosas líneas pertenecen a “Poesía”, uno de los poemas que integran Los sueños cotidianos, el segundo poemario de José Cantabella, que vio la luz en 2011 bajo el sello de Azarbe.

El primer poema del volumen, “Escribidores”, es ya toda una declaración de principios: «El que se sienta poeta/ que escriba el primer verso:/ su primer poema./ Y si nada en el mundo se inmutara,/ que entonces lea,/ lea,/ lea...». El interés de Cantabella por la lectura queda claro y, la consideración de esta como un requisito para obtener el poema deseado, también. En “Es-critor-es” vuelve a hablarnos sobre lo difícil de la creación y la escritura (él no se considera poeta) y en “Éxito” confiesa con humildad los esfuerzos de superación y su alegría ante (a sus ojos) sus modestos logros: «...he llegado yo/ mucho más allá/ de lo soñado./ Por ello/ doy las gracias»

Los sueños cotidianos, como lo que hasta ahora he tenido la oportunidad de leer de este autor, es una obra sobre la vida, donde los recuerdos y el amor (y el erotismo), las anécdotas y las experiencias se entremezclan de forma magnífica con atractivos juegos de palabras que llenan los ojos lectores de versos sencillos y hermosos. La muerte, como parte de la vida, tiene también cabida entre sus líneas, concreta y explícitamente en “Si es que algún día muero”, una de las piezas más bellas del poemario, donde la voz del poeta vuelve a la naturaleza y a sus orígenes: «Búscame allí,/ en aquel humilde lugar que un día/ fue mi casa,/ donde mi padre plantó/ aquellos árboles». En “Las gredas de Bolnuevo” y “La aurora” podrá el lector apreciar cierta melancolía por el paso del tiempo que todo lo hace desaparecer. En otras ocasiones, es el humor el que sazona sus versos, como en “Jonás”: «De ti ya nada creemos, Jonás,/ pero gracias te damos/ por inventar la literatura fantástica», o incluso en su reinterpretación de “Blancanieves”.

“La Cala de Calnegre”, “De amores”, “Lonja del amor”, “Obama y tú” y algunos otros poemas de la obra versan en torno al amor, pero este elemento adquiere especial intensidad en “El infierno tan querido”: «... y nos besamos, como solo nosotros/ sabemos besarnos». Sin embargo, son los versos de “Amantes prohibidos, prohibidos amantes” los que quizá más me hayan impactado de todo el poemario. En ellos, el poeta nos traslada su observación de una pareja que, en otro tiempo enamorada, «ya no esconden el fuego/ que les ardía bajo el pecho» pues «ya se apagó la hoguera» y ahora «ni siquiera se miran». «¿Cómo puede, el amor, ignorar su pasado?», se pregunta el observador, probablemente incrédulo.

No me queda más que invitarles a disfrutar de la lectura de una obra en la que, una vez más, José Cantabella contempla el mundo con ojos atentos, limpios y serenos, y nos lo regala en versos que susurran a gritos su sencillez y su belleza.

Caliente, Luna Miguel

 


 Una de las preguntas más torpes que yo me hacía al comienzo era esta: ¿de verdad es posible amar a más de una persona?

*

Luego todo cambió: ¿de verdad habéis sido capaces de reprimir vuestro deseo durante tanto tiempo?

 

Estas son algunas de las preguntas que Luna Miguel se hace en Caliente (Lumen, 2021), un ensayo repleto de intimidad y de generosidad (porque casi siempre encontramos alivio en palabras y vivencias ajenas, utilizándolas como espejos donde podríamos vernos reflejados), una obra transformadora y (parcialmente) extrapolable sobre el autoplacer femenino, el amor (en singular o en plural), el deseo y el dolor como sustancias complementarias. 

En Caliente, Luna Miguel empieza contándonos cómo Antonio, padre de su hijo y su pareja (monógama) durante más de diez años, le confiesa un día que se ha enamorado de “alguien más”. En ese momento, la autora cree sufrir un desgarro profundo (de hecho, se refiere al período en que se gestó su transformación como el tiempo “en que creí que se me había roto el corazón”). Ese inmenso dolor transmutó en una especie de libertad recién descubierta, y esa libertad empezó a convertirse en deseo: comenzó a masturbarse como medicina, a adquirir artefactos eróticos y a leer compulsivamente todo lo que iba encontrando acerca del deseo femenino, el poliamor, los tabúes sexuales femeninos, la vulnerabilidad y sobre Eros (“que es, ante todo, el dios trágico”, como afirmaba Georges Bataille). Leyó, sobre todo, a mujeres que escribían sobre mujeres y sus relaciones afectivas, su sexualidad, sus necesidades, sus fantasías, etc. Este es el tema en torno al cual gira Caliente, quedando su experiencia personal y sus reflexiones como trasfondo para escribir sobre feminismo sexual, centrándose en la idea de que la libertad sexual es un ingrediente fundamental de la libertad de la mujer y alejándose de la idea rancia y obsoleta de que cuando una mujer habla de su “vulnerabilidad”, de sus fragilidades, está exhibiéndose. Y, como muestra, muchos botones: Unica Zürn, Anne Carson, Anne Sexton, Annie Ernaux, Brigitte Vasallo, Marvel Moreno, Louise Glück... nos muestran en estas páginas las posibilidades que tenemos de reconstruirnos con los pedazos de otras que se rompieron antes que nosotras, «...para hacer las paces con las mujeres que éramos cuando nos sentíamos excitadas y vulnerables, cuando sin esperarlo comenzamos a repensar el que creíamos que era nuestro inamovible sistema de afectos, cuando nos descubrimos poniendo dirección hacia lo desconocido...»

Luna Miguel nos habla de la masturbación femenina como autoconocimiento, como rebelión frente a los roles que se nos imponen desde las mohosas convenciones del tradicionalismo y el patriarcado, como reivindicación de nuestra autonomía y de nuestra libertad. Nos deja claro que nuestro(s) deseo(s) es/son únicamente nuestros y no debemos rendir cuentas ante nadie (dejando a la monogamia en una posición de clara desventaja frente al poliamor o amor plural). Que no tenemos que pedir permiso ni para disfrutar ni para sentir (entendiendo, claro, que todos los elementos de ese “sistema solar” que ella utiliza como metáfora de la relación afectiva estén de acuerdo, si no lo que tendremos será conflicto). Que las mariposas que nacen en nuestro estómago en un momento determinado no son termitas corrosivas. Que no debemos sentir vergüenza (que es la asesina de nuestro placer) ante nuestras pasiones, nuestras fantasías o nuestras apetencias:

«Quería dejar de ser la chica mala de la historia y salir a la calle con un cartel en el que pudiera leerse: “Esta es mi pasión”. Porque una pasión que no se vive en secreto es una pasión apta para generar vida, una pasión llena de oxígeno, fuerte, natural, duradera. Una pasión que no se vive en secreto es una pasión que tampoco se sufre en silencio, sino que puede verbalizarse, compartirse […] Una pasión que no se vive en secreto mantiene una llama irreductible. Una pasión que no se vive en secreto sustituye la palabra conflicto por la palabra ternura, o tal vez por entusiasmo, o quién sabe si por permanencia.»

En definitiva, una obra que me ha hecho reflexionar sobre ciertos temas que, sin poder evitarlo, me inquietan. Que me ha aportado datos que hasta el momento no conocía. ¿Sabíais vosotros que no se realizó un estudio completo de la anatomía del clítoris hasta 1995, y que entonces comenzó a llamársele “la punta del iceberg”? ¿O que los consoladores nacieron como “aliviadores portátiles” de la enfermedad denominada histeria? Que me ha abierto los ojos para enfocar mejor ciertos aspectos sobre mí misma y al tiempo me ha generado un millón de preguntas más de las que tenía antes de comenzar a leerla y ciertas conclusiones que, por supuesto, no dejaré aquí por escrito.

martes, 23 de marzo de 2021

El funeral de Lolita, Luna Miguel


 La gente solía describirlo como un nudo en el estómago. Para Helena era una mala metáfora. Si tuviera una cuerda en la tripa, al menos podría tirar de ella para escapar a algún lugar lejano, o quizá para deslizarse hacia dentro de sí misma y quedarse allí escondida, a oscuras entre las vísceras, calentita y tranquila. Pero no estaba tranquila: aquello en su estómago aleteaba como una polilla alrededor de un fluorescente.

Mientras vuelve del trabajo a casa en autobús, Helena, treintañera, controvertida crítica gastronómica y personaje principal de El funeral de Lolita (de Luna Miguel; Lumen, 2018) recibe un mensaje que hará temblar los cimientos de su vida de escaparate. Rocío, la que fuera su mejor amiga en el instituto y de la que no sabe nada desde que terminó la secundaria, es la portadora de una noticia demoledora para nuestra protagonista: «No sé ni siquiera si estás viva, pero tenía que decírtelo: Roberto ha fallecido esta mañana…» Roberto. Un nombre que ya creía desterrado en el abismo del tiempo. Su gran amor de los 15 años. Su gran dolor de los 15 años. Su primer deseo. Su rabia. Su herida. El hombre con el que mantuvo una relación clandestina cuyas huellas aún no había podido borrar de sus entrañas. El profesor de literatura que la convirtió en su lolita particular. Movida por su instinto y su afán de clausura del pasado, Helena pondrá rumbo a Alcalá de Henares para asistir al funeral, con un enredo en el pelo que irá creciendo progresivamente al compás de los latidos del nudo de su alma. Desde ese mismo momento avanzaremos por las páginas entre dos tiempos. Por un lado, seremos testigos de las vivencias, sensaciones y reflexiones de Helena en el momento actual y, por otro, de los sentimientos, emociones y peripecias de la niña y adolescente que un día fue y que la marcaron hasta convertirla en lo que hoy es. El final, muy metafórico, es un poco surrealista para mi gusto pero, indudablemente, acorde con el título y con el objetivo narrativo.

No entraré a valorar la calidad lingüística de la novela, ya que en realidad es lo que menos me ha importado de la misma. Sí diré que la prosa de Luna Miguel es cruda y directa, el léxico visceral y carnal (a veces bastante escatólogico), y que algunas frases se te clavan en la piel como aguijones impregnados de veneno: «Escribir es complicado cuando solo quieres decir lo que tienes que esconder». Otras simplemente hacen volar la imaginación y evocan una ternura que puede llegar a ser dolorosa: «He ido a la bliblioteca y he encontrado Viaje al fin de la noche, de Louise Ferdinand Céline. He empezado a leerlo y me he dado cuenta de que olía muy bien. ¿Quién lo habría leído antes de dejar este aroma en sus páginas? ¿Uno se puede enamorar de una persona por cómo huelen sus libros? Creo que sí. Aunque a él ya no pueda amarle, todas las noches huelo Lolita.» Brevedad e intensidad son los elementos que caracterizan las secuencias que conforman las dos tramas temporales. El único pasaje extenso es el correspondiente al diario que Helena empezó a escribir justo cuando descubrió la atracción que sentía por su profesor. Al estar escrito también de forma discontinua y sincopada, contribuye a acentuar la sensación de caos interno y aumenta la tensión dramática de la ya intensa exploración intimista que gira en torno al amor, al sexo, al dolor y a la rabia. («¿Cómo se empieza una historia de amor imposible?»)

Lo que me importa de verdad es que tras terminar de leer sus algo menos de 200 páginas, me siento incómoda. Incómoda por la complejidad del personaje central, Helena, a caballo entre la lolita perversa y seductora de algunas escenas y la víctima del abuso de poder de un profesor en otras. Un personaje que detesta la carne pero que, paradójicamente, la devora cruda cuando está enfadada con el mundo. La pasión por la comida y por el sexo parecen los únicos motores de su vida. Sin duda, el relato de Luna Miguel nos saca de nuestra zona de confort de blancos y negros y nos hace bucear a pulmón por las revueltas aguas del gris más turbio. No ahondaré aquí en temas tales como la pederastia o el abuso sexual, pues no está en mi interés soliviantar sensibilidades ni dar mi opinión sobre aspectos que, a mi juicio y siempre corriendo el riesgo de deslizarme por los márgenes de lo políticamente incorrectísimo, no quedan claros del todo.

¿Quién atrajo a quién? ¿Quién manipuló a quién? Les invito a leer la obra y a sacar sus propias conclusiones, aunque quizá sea más importante que perciban la desesperación vital, la soledad y el caos de un personaje que organiza sus recuerdos por aromas y sabores.


viernes, 19 de marzo de 2021

Cuando tomábamos café, José Carlos Sanchez


 Huyamos del mundo que no nos comprende,

que nos mira y murmura por la espalda... 


Hay obras que atrapan al lector prácticamente desde la primera página y, sin lugar a dudas, Cuando tomábamos café (Raspabook, 2019), de José Carlos Sánchez, es una de ellas. Escrita de forma asequible, dinámica y llena de sensibilidad, y habitada por personajes inolvidables, unos por entrañables y otros por absolutamente despreciables, esta novela constituye, como reza la solapa de la contraportada, "un canto a la libertad hasta las últimas consecuencias".


"Me llamo Sol Pizarro. Igual mi nombre te suena porque enseñó a cocinar en un programa de televisión. Lo que no sabes es que hace tiempo me llamaban Pepita. Llegué a Madrid a mediados de septiembre de 1969...". Así comienza el primer capítulo de Cuando tomábamos café, con la voz en primera persona de Pepita (cuyo verdadero nombre es Sol y a la que el lector cogerá cariño casi desde el primer párrafo) que, alternándose con la de un narrador omnisciente que hará trizas la mullida nube de inocencia en la que vive nuestra chica de pueblo, nos relatará durante algo más de 500 páginas una historia encuadrada en el Madrid de la última etapa del franquismo, una historia de luchas por la libertad, de sueños, de amor(es), de maquinaciones políticas y de la más vil codicia humana, elementos que convergen en torno a un café centenario que fue testigo del idealismo social y la revolución cultural que ya habían germinado en aquella época en las calles de la capital española.


El lector será testigo del crecimiento de Pepita como mujer y como persona, de la vida, inusual en aquella época, de Margarita y Constanza Martos, del desgraciado triángulo amoroso de esta última con Carlos Correas y Adela de la Maza, de los comienzos periodísticos de Pepín, de las maniobras de Adolfo de la Gándara para aumentar sus cuotas de poder, y de muchas otras vivencias que le harán, como mínimo, reflexionar y preguntarse cuánto hemos avanzado desde aquellos tiempos en algunos aspectos.


Destacaría sobre todo la exquisita contextualización (fruto, probablemente, de un proceso exhaustivo de documentación histórica del autor) de la novela, el eficaz engranaje de tramas y subtramas que mantiene la tensión de forma permanente durante todo el relato, la sensibilidad con la que el escritor narra vivencias y sentimientos en momentos convulsos en muchos sentidos y la contundencia con la que plantea la verdadera reivindicación feminista:


"Estoy cansada de que todo el mundo piense que puede aprovecharse o hacer con nosotras lo que quiera porque somos mujeres. Eso se acabó" (p. 155)


Lectura muy recomendable que me ha hecho desear poder robarle horas al sueño para sumergirme entre sus páginas.



sábado, 13 de marzo de 2021

Prosa completa, Alejandra Pizarnik

Las palabras no son bebidas por el viento, es una mentira aquello de que las palabras son polvo, ojalá lo fuesen, así yo no haría ahora plegarias de loca inminente que sueña con súbitas desapariciones, migraciones, invisibilidades.

Es indudable que Alejandra Pizarnik es una fiel devota del lenguaje, de su poder, de su capacidad transgresora para darle nombre a la realidad y subvertirla. Bucea permanentemente en las aguas de una «escritura densa y llena de peligros a causa de su diafanidad excesiva». En la obra que nos ocupa, Prosa completa (Lumen, 2015), se nos ofrece por vez primera una recopilación de todos los textos en prosa de la autora argentina, muchos de ellos inéditos, estructurados en cinco apartados: relatos, humor, teatro, artículos y ensayos y, por último, prólogos y reportajes. En los primeros tres apartados el lector encontrará, inevitablemente, correspondencias entre la prosa y la obra poética de la autora. Por un lado, hallará elementos y motivos recurrentes entre ambas: jardines, bosques, jaulas, pájaros, barcos, mares, espejos, la palabra, el silencio, la infancia, la muerte... Por otro lado, descubrirá sin mucho esfuerzo la simbología de los colores y la plasticidad visual característicamente pizarkianas. Asimismo, percibirá los sentimientos de soledad, melancolía y aislamiento que impregnan cada una de las letras de Alejandra.

En la sección de relatos, dotados en su gran mayoría de un inequívoco cariz poético y bastante cercanos a los textos de sus diarios, Alejandra Pizarnik yuxtapone y superpone cuadros de una hermosura extraña, alitera con frecuencia musicalidades reveladoras o nos asombra con versos surrealistas que no pierden un ápice de frescura (“Cuando estalla el aro de fuego verde vivamente abrazado al aro de fuego azul”; “Yo intento evocar la lluvia o el llanto”). Los relatos protagonizados por la niña, la muerte y la muñeca (caracteres bastante recurrentes), como “Devoción”, “La muñeca abrió los ojos” y “A tiempo y no” son de una belleza mágica. A pie de página se nos informa de que el texto titulado “A tiempo y no” se escribió con la idea de integrarlo en un libro que Pizarnik tenía la intención de escribir como homenaje a Alicia en el país de las maravillas, obra admirada profundamente por la argentina. Esa devoción por la historia de L. Carroll centra también la narración de “El hombre del antifaz azul” donde, en lugar del célebre conejo blanco, un hombrecillo con antifaz azul va de un lado a otro exclamando: “Los años pasan, voy a llegar tarde”, mientras consulta la hora en una pistola en vez de en un reloj de bolsillo. “Las uniones posibles” es un texto bellísimo, posiblemente uno de los más bellos y desconcertantes que haya escrito la autora: “Amor mío, dentro de las manos y de los ojos y del sexo bulle la más fiera nostalgia de ángeles, dentro de los gemidos y de los gritos hay un querer lo otro que no es otro, que no es nada”.

En cuanto al apartado de los textos de humor, lo he encontrado insufrible. En ellos todo es exploración, innovación lingüística e intención transgresora. Sus personajes son pura y exclusivamente verbales y carecen de entidad fuera del lenguaje mismo, lo que los convierte en grotescos y absurdos hasta el extremo. Si bien es cierto que el motor de la escritura de Pizarnik es exaltar los poderes del lenguaje, la escritura de estos textos es tan idiosincrática que roza los límites de lo críptico. Consiste básicamente en un vapuleo explícito del lenguaje convencional con tintes de orgía anagramática y produce aburrimiento como mínimo, cuando no enfado por la pérdida de tiempo. Personalmente, no entiendo el humor de Pizarnik (solo he sonreído en un par de ocasiones, como por ejemplo cuando escrible “no hay pan que por miel no venga”) y el esfuerzo de intentar descifrarlos (sin resultado) ha sido demasiado costoso. Eso sí, son tremendamente eróticos. Lo único que he logrado comprender de estos textos han sido las alusiones (veladas o sin velar) a genitales, culos y tetas.

La tercera parte de la obra la constituye la única pieza de teatro que escribió Alejandra, titulada “Los perturbados entre lilas”, y podría encuadrarse, sin mayor pena ni gloria, dentro del denominado teatro del absurdo. En ella no queda más remedio que observar un permanente cuestionamiento del lenguaje como medio de comunicación (de una forma cansina, muy cansina) y la búsqueda de una trascendencia en ocasiones cargante hasta decir basta.

Los artículos y ensayos son más interesantes, dado el tono nostálgico y poético con el que la autora se acerca a las obras literarias de otros escritores, en su mayoría argentinos: Cortázar, Octavio Paz, André Breton, H. Bustos Domecq (pseudónimo del compendio Borges-Bioy Casares). Escribe sobre ellos desde su punto de vista de creadora, por lo que estos textos resultan una enriquecedora fuente de luz sobre la propia escritura de la argentina. Quizá los más interesantes de entre estos sean los dedicados a Bustos Domecq y, especialmente, a Cortázar (una entiende mejor ahora esa complicidad entre Pizarnik y Cortázar, el hecho de que ella se identificase con la Maga de Rayuela, y las palabras que Julio le dedica en una de sus últimas cartas, que Pizarnik leyó pocos días antes de morir: “Escribíme, coño, y perdoná el tono, pero con qué ganas te bajaría el slip (¿rosa o verde?) para darte una paliza de esas que dicen te quiero a cada chicotazo”). Pero claro, los dioses son los dioses y siempre son interesantes.

Por último, las entrevistas y reportajes que Pizarnik escribió para varias revistas, si bien no tienen, a mi gusto, excesivo valor literario, sí poseerían cierto valor histórico (ciertamente relacionado con la causa feminista y el sentir de una mujer-escritora de su época) y, sobre todo, filosófico:

¿no sería mejor transformar la vida en poesía que hacer poesía con la vida?”

Ojalá pudiera vivir solamente en éxtasis, haciendo el cuerpo del poema con mi cuerpo, rescatando cada frase con mis días y mis semanas, infundiéndole al poema mi soplo a medida que cada letra de cada palabra haya sido sacrificada en las ceremonias del vivir”.

En definitiva, una lectura que se ha quedado muy por debajo de mis expectativas (demasiado altas por haber leído en primer lugar sus diarios y su poesía). Una lectura que, exceptuando el apartado de relatos y los textos sobre Cortázar y Bustos Domecq, solo me ha provocado aburrimiento, irritación, y la sensación de haber perdido el tiempo. Bastante decepcionante, pero no podía ser de otra manera en una semana en que la decepción parece ser la protagonista una vez más.

domingo, 7 de marzo de 2021

Poesía completa, Alejandra Pizarnik


 YO SOY...


mis alas?

dos p   pétalos podridos


mi razón

copitas de vino agrio


mi vida?

vacío bien pensado


mi cuerpo?

un tajo en la silla


mi vaivén?

un gong infantil


mi rostro?

un cero disimulado


mis ojos?

ah! trozos de infinito

Entrar en los versos de Alejandra Pizarnik es acceder, sin duda, a un universo complejo y oscuro, contemplar el paisaje luctuoso de un alma atormentada, poseedora de una intensidad y de una sensibilidad extraordinarias. Después de leer sus Diarios ya lo intuía, y la lectura y relectura de su Poesía Completa (Lumen, 2016) me lo ha confirmado. Leerla es caminar por las sendas de un “universo otro” y de un “lenguaje otro” (tal y como ella misma los definía en sus diarios) generados por la autora y que conquistan por completo al lector si este se deja llevar. Es acompañar a la siempre angustiada Alejandra en la búsqueda constante de su identidad, en la construcción permanente de su subjetividad, con el indefectible resultado de un vacío existencial absoluto. Buen ejemplo de ello es el poema que encabeza esta entrada, titulado “Yo soy...”.

Alejandra Pizarnik siente que no encaja en el mundo que la rodea, se siente outsider en su propia piel: “... sino porque una es extranjera/ una es de otra parte,/ ellos se casan,/ procrean,/ veranean,/ tienen horarios,/ no se asustan por la tenebrosa/ ambigüedad del lenguaje” (del poema “Sala de psicopatología”). Es por ello que se refugia en la poesía, y en ella vuelca su soledad, su desesperanza, su desamparo; en ella deja plasmado su interés por el lenguaje, por la naturaleza o por el silencio. Es el único mundo que puede habitar, y lo confiesa abiertamente al lector en sus versos: “Escribes poemas/ porque necesitas/ un lugar/ en donde sea lo que no es”.

Sus poemas, breves en su gran mayoría, nos expulsan forzosamente de nuestra zona de confort al prescindir en la mayoría de ocasiones de signos de puntuación, mayúsculas y demás convenciones literarias. Alejandra experimenta con nuevas formas estéticas de representar lo irrepresentable, o lo que ya se ha representado, pero desde un prisma diferente:

“pensemos en los dos

los dos tú + cielo = mis galopantes sensaciones

biformes bicoloreadas bitremendas bilejanas

lejanas lejanas” (del poema “Cielo”, publicado en La tierra más ajena, 1954)

 

Pizarnik reconoce la imposibilidad, la ineficiencia del lenguaje para representar la totalidad del mundo sensible: “no/ las palabras/ no hacen el amor/ hacen la ausencia/ si digo agua ¿beberé?/ si digo pan ¿comeré?”. Sin embargo, se aferra a ellas como a la tabla de salvación de un náufrago impenitente: “Tal vez las palabras sean lo único que existe/ en el enorme vacío de los siglos/ que nos arañan el alma con sus recuerdos”. Alejandra anhela liberarse de las imposiciones del mundo y del lenguaje, por lo que puebla sus versos de imágenes surrealistas nacidas del inconsciente, de lo onírico y de lo fantástico, por lo que a veces provocan una sensación de hermetismo, incluso claustrofobia, vértigo y perturbación (“vuelan uñas brazos anillos peces/ vienen sonidos azules rojos verdes”). Sus personajes son seres que, en la mayoría de ocasiones, escapan a la lógica de lo real, pues la autora no permite que las reglas de lo convencional gobiernen sus líneas:

“Señor

La jaula se ha vuelto pájaro

y se ha volado”

Sus textos habitan las fronteras entre el silencio, la oscuridad, el erotismo y la muerte. Silencio, ausencia y soledad son sus sempiternos compañeros: “Yo no sé de pájaros,/ no conozco la historia del fuego./ Pero creo que mi soledad debería tener alas”. La noche es el escenario de muchos de sus poemas, y transporta al lector a la atmósfera sombría que evocan sus líneas. Nos sugiere colores oscuros, introspección y sentimiento de ausencia, pero también intimidad, sensualidad y añoranza de lo que hemos perdido o ni siquiera tuvimos nunca (“La noche, de nuevo la noche, la magistral sapiencia de lo oscuro, el cálido roce de la muerte, un instante de éxtasis para mí, heredera de todo jardín prohibido”, extracto de “La palabra del deseo”, publicado en El infierno musical, 1971). Utiliza la experiencia corporal como recurso: colores (los usa con gran valor simbólico), sonidos y sensaciones son elementos muy presentes en los versos de Alejandra, y en muchas ocasiones van impregnados de un gran erotismo. Para ella, el cuerpo no es el arma del pecado, sino el instrumento de comunión con el otro, el cáliz depositario de lo convencionalmente prohibido: “Ella se abandona en la tregua/ originada por la noche. Dentro de/ ella todo hace el amor). La muñeca (como símbolo de su infancia y su fingida orfandad), el viento y las lilas, la locura (como estado que posibilita nuevas formas de percepción), el jardín o el bosque (como lugares donde otra realidad es posible) son elementos recurrentes en sus líneas. También recurre a menudo a los espejos, como espacios alternativos donde a la fuerza nos vemos reflejados y nos obligan a encontrarnos y a traducirnos a nosotros mismos: “Ella es su espejo incendiado, su espera en hogueras frías, su elemento místico, su fornicación de nombres creciendo solos en la noche pálida”; “La que fue devorada por el espejo/ entra en un cofre de cenizas/ y apacigua a las bestias del olvido”.

La poesía de Pizarnik, aunque teñida de negrura y de muerte, es brillante en su propia oscuridad. Leerla es adentrarse en un espacio literario que te toca, que te impregna hasta los huesos y que te deja inevitablemente un poso de su melancolía. A veces, es un golpe duro y seco en el alma, otras veces un desgarro que se prolonga en el tiempo, sobre todo cuando, por motivos que no vienen a cuento, empatizas con el yo poético y comprendes (los diarios ayudan) qué intenta transmitir (o al menos crees comprenderlo). Su intensidad y su sensibilidad se hacen más patentes si cabe cuando llora a su primer “amor” (si es que podemos llamarlo así, no me queda muy claro), cuando le escribe a su R. (le dedicó todo un poemario), aun sabiendo que todo intento iba a ser en vano, versos que hacen estallar el corazón en mil pedazos:

“tú me desatas los ojos

y por favor

que me hables

siempre”

Belleza desgarradora. Asomarse a un pozo negro y tocar el fondo con las yemas de los dedos. Llueve. Y el alma duele.

“Y yo caminaría por todos los desiertos de este mundo y aun muerta te seguiría buscando a ti, que fuiste el lugar del amor” (del texto “El sueño de la muerte o el lugar de los cuerpos poéticos”, publicado en Extracción de la piedra de la locura, 1968)

lunes, 1 de marzo de 2021

Utopía, Tomás Moro

Me alegro de que la forma de Estado que yo deseo para todo el mundo la hayan hallado los utópicos, quienes, gracias a las instituciones que han creado, han construido no solo la más próspera de las repúblicas, sino también la más duradera, en cuanto pueden predecir las humanas conjeturas. 

Con esas palabras termina prácticamente la narración de Rafael Hytlodeo, personaje que usa Tomás Moro (arquetipo del perfecto humanista, pues a un tiempo fue abogado, teólogo, hombre de negocios y hombre de Estado) para detallarle al lector las bondades del estado perfecto en Utopía, obra publicada en 1536, y que constituye un magnífico escaparate de las creencias y convicciones personales de Moro (muy renacentistas, por supuesto) acerca de política, justicia, religión y moral.

En cuanto a estructura, la obra consta de dos partes. El Libro I se inicia con una supuesta carta de Tomás Moro a Pedro Egidio (amigo e interlocutor suyo durante su estancia en Amberes, ciudad donde se supone escribió su descripción de Utopía) y continúa con un diálogo sobre cuestiones de índole política, económica y civil encuadradas en un marco filosófico, que no dejan de ser críticas veladas (o no tan veladas) a la Inglaterra de su tiempo. Tomás Moro carga, sin que le tiemble el pulso, contra el sistema de clases, la corrupción judicial, política y religiosa y, sobre todo, contra la opresión del pueblo.

En el Libro II, el personaje Rafael Hytlodeo (nótese lo significativo del nombre: Rafael=ángel, Hytlodeo=narrador de fábulas o espíritu visionario) detalla al lector todos sus conocimientos acerca del maravilloso estado de Utopía (nombre inventado por el propio Moro y cuya etimología no está del todo clara. Está claro que procede del griego, pero podría derivar de u topos, equivalente a "ningún lugar" o de eu topos, que vendría a ser "lugar bueno"), lugar donde permaneció durante cinco años y que encarna a la perfección la mayoría de valores de la más pura república platónica. La abolición de la propiedad privada en pos de un bien colectivo, la supresión del dinero (garantizando las necesidades básicas de todos los ciudadanos), el poder limitado de los gobernantes (elegidos por sufragio popular) y la libertad de credo serían las características principales de esta sociedad ideal, a las que se añadirían una jornada laboral de 6 horas (excepto para los esclavos y los siervos) y una moral rígida pero hedonista (muy similar a la moral cristiana, faltaría más, pero librándose del escollo del celibato clerical, que molestaba bastante a Moro). Se dice de ella que es una sociedad pacifista, pero en realidad lo que ocurre es que los utópicos no se manchan las manos de sangre, sino que contratan a mercenarios extranjeros para que les hagan el trabajo sucio. Así que pacifistas, lo que se dice pacifistas... no lo veo yo muy claro. 

Leí esta obra por primera vez allá por la primavera del año 2000, en mi primer año de carrera. Muy idealista y muy revolucionaria yo por aquel entonces, me pareció una idea excelentísima (ay, bendita inocencia) aunque el excesivo celo moralista ya me molestaba. Aun así, imperfecta y simplista, ya enuncia con claridad meridiana la posibilidad de eutanasia y la libertad religiosa, con algunas restricciones, pero al fin y al cabo libertad ("nadie debe ser molestado a causa de su religión"). Quién pudiera ser aquella niña que leía las páginas de Utopía sentada en las escaleras de la biblioteca Antonio de Nebrija...

El enigma de la habitación 622, de Joël Dicker

¿Qué somos capaces de hacer para defender a las personas a las que queremos? Ese es el rasero por el que medimos el sentido de n...