martes, 9 de febrero de 2021

Palimpsesto azul, de Rosario Guarino


 

Quiero ver en tus ojos

la alborada,

que con la luz me llegue

tu sonido,

que me tejas de besos

un vestido

y me pinte los labios

tu mirada.

Comienzo con la primera estrofa de “Simbiosis”, el poema que encabeza la obra y que marca, en mi opinión, el significado general del volumen que tenemos entre manos, Palimpsesto azul, de Rosario Guarino, publicado por Raspabook en 2015 en segunda edición. Aunque ya el título da al lector una idea bastante aproximada de a qué se enfrenta. Un palimpsesto no es otra cosa que un manuscrito en el que se ha borrado (raspando o de algún otro modo) el texto original para volver a escribir un texto nuevo. La vida de todos nosotros es ese palimpsesto, en el que borramos (o lo intentamos) experiencias, recuerdos, emociones y los sustituimos por otros conforme van apareciendo. Reconozco que a veces esos acontecimientos, reales o imaginados, dejan una huella perenne en nuestro manuscrito que, por más esfuerzo que pongamos, no somos capaces de eliminar. Palimpsesto azul. El azul es un color imbuido de magia; alude al cielo y al mar; en el Antiguo Egipto era el color de la verdad. En India, representa el amor del Maestro que enseña a los hombres (la piel de Krishna es azul). Para los afortunados gnósticos que pueden ver auras, el amor azul es el más profundo e inmortal de todos. Así, a través de sus bellas palabras (debimos sospecharlo al leer las palabras de Antígona en la cita inicial: “No fui creada para compartir odio, sino amor”), el manuscrito poético de la autora se va reescribiendo con líneas preñadas de (des)amor (al final son lo mismo, solo cambia el resultado), del “más impune de los sentimientos humanos y al mismo tiempo el más ajeno al entendimiento” (no sé si habré leído alguna vez afirmación más cierta). También de amagos de olvido, de tristeza, de melancolía, y de una esperanza voluntariosa. Si esas líneas vienen de la experiencia objetiva o simplemente de la imaginación lo desconozco, pero no se desvían un milímetro del centro de la diana emocional en la que nos convierte la obra, al menos de la mía.

No pretendo desarrollar aquí un análisis académico ni riguroso de la obra pues, en primer lugar, carezco de las herramientas (el análisis poético nunca fue lo mío y la métrica devino tortura) y, además, no creo que aporte mucho en este contexto. Solo quiero plasmar lo que el poemario me sugiere, lo que pienso, lo que experimento, lo que imagino al leerlo por segunda vez. Confieso que, de primeras, anoche lo devoré, tal vez sintiendo demasiado, y esta tarde he vuelto a él con más mesura y he sacado algunas conclusiones. Si volvemos a la cabecera de esta entrada, observaremos que un “quiero” es la palabra que inaugura el primer poema, “Simbiosis” y, si continuamos leyendo, página tras página nos daremos cuenta de que son el verbo “querer”, de forma explícita o implícita, y con el modo imperativo (“quédate”, “no me abandones”, “no me dejes”) los que rigen el poemario. Por un lado, deducimos entonces que nos hallamos ante un anhelo, ante un deseo, ante el ansia de poseer y ser poseído por el otro. Por otro lado, el uso constante del imperativo evoca una inevitable voluntad de la voz poética de amar y de que la amen. Tampoco puede soslayarse la presencia continua de besos, miradas, caricias, pieles y voces añoradas. El amor es a la vez el fuego que le enciende la piel y el alma y la lluvia que se derrama y se filtra hasta sus entrañas. Asistimos a poemas repletos de belleza e intensidad, tanto en los clímax como en los anticlímax, a versos breves (libres, creo, aunque alguno me ha recordado a un soneto), habitados sin duda por la ternura, la candidez y la sensibilidad más femeninas. Percibimos en la obra una mirada íntima y una voz que combina el lenguaje culto (con una profusión de reminiscencias grecolatinas en referencias a poetas, deidades, criaturas mitólogicas, mitos, temas clásicos como el Carpe Diem...) con el coloquial. Coexisten en ella el mundo clásico de Horacio y Ovidio, el mundo mítico de Troya y de Penélope, y el mundo cotidiano de Escarlata O'Hara y Lady Di. Contrastes, matices, connotaciones que enriquecen aún más el tema complejísimo en torno al que giran los versos, crónicas de un olvido anunciado (“Carpe Diem”, p.26-27), de una duda indeleble (“lo que tal vez nunca fue/ ni quizá ya jamás/ podrá llamarse tuyo”) que, sin embargo, ultiman en una línea de esperanza: “tejiendo minutos con horas/ ese nostos que a mí te devuelva”. Reverbera en mis oídos (entiéndase con sinestesia, por favor) la voz de una mujer que ansía que el amor del hombre la haga vibrar de emoción, de pasión en el poema “De carne y piedra” (“cuando logró en el mármol/ sentir latir la sangre/ y sus manos hallaron/ en la materia inerte/ el calor de la vida”, p.29), la entrega total de “Abandono”, la inocencia y el erotismo a un tiempo en “Añoranza”, y la melancolía de una Penélope destinada a la espera eterna en “Ausencia a la luz de la luna” o “La espera”. Galopa el corazón con los versos sencillos y directos de “Pequeños placeres”: “Me gusta que me hables”, “y pensar que me piensas también”, “Me gusta saber que ocurrió y que existes”.

Sin embargo, hay en este volumen un poema para el que no tengo palabras, solo emoción (quizá injustamente) desbocada. Su título es “Figuraciones” y os lo traslado íntegro porque no puedo explicarlo de otro modo:

Fuente de fuego ardiente,

ígnea roca de lava,

mar profundo y oscuro

de insondable misterio,

tanto como la luna,

con su tapiz de estrellas.


Unicornio con alas,

centauro sobre ruedad,

te quieros imposibles,

urdimbres de ceniza.

 

Hermosas imágenes las de esta obra. ¿A quién no le ha temblado el pulso imaginando a dos “amantes abrazados en confusión proteica”?

1 comentario:

  1. Aurora, te agradezco inmensamente tus palabras tan generosas y el tiempo que has dedicado a la lectura de mis versos. Me siento afortunada por tu lectura atenta. El lector da su verdadero sentido a la escritura.

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