el mundo cambia, encarnan los deseos,
el pensamiento encarna, brotan alas
en las espaldas del esclavo, el mundo
es real y tangible, el vino es vino,
el pan vuelve a saber, el agua es agua,
amar es combatir, es abrir puerta,
dejar de ser fantasma con un número
a perpetua cadena condenado
por un amo sin rostro;
el mundo cambia
si dos se miran y se reconocen,
amar es desnudarse de los nombres:
“déjame ser tu puta”, son palabras
de Eloísa...
(Fragmento de Piedra del sol, de Octavio Paz)
Se afirma en el noveno número de Náyades (revista dirigida por Ricardo Montes que recoge la historia, costumbres y tradiciones de la Región de Murcia) que los comienzos del s. XX regalaron a nuestra región un florecimiento sin precedentes de la literatura erótica, cuya punta de lanza fue sin duda Cartagena. Allí nacería algunas décadas después (concretamente en 1942) el polifacético escritor José María Álvarez quien, dentro de su heterogénea producción, recogería el testigo del erotismo en las letras y lo transformaría, en 1992, en una obra de singular belleza que le valdría el XIV Premio La Sonrisa Vertical (colección de erótica dirigida por Luis G. Berlanga y publicada por Tusquets). No soy consumidora habitual de erotismo en negro sobre blanco, pero agradezco enormemente la recomendación que recibí de esta obra, pues ha traído a mis ojos, como bien diría Borges, «la felicidad y el asombro».
Aviso a navegantes: para acometer ciertas tareas, como la lectura de La esclava instruida (Tusquets, 1992) de Álvarez, es estrictamente necesario despojarse del todo de prejuicios éticos y morales y de postureo buenista. Literatura es literatura, placer es placer y no es momento de descontextualizar, hipercontextualizar, juzgar o criminalizar fechas en un DNI. El narrador de La esclava instruida, como la Eloísa del medioevo francés a su Abelardo, exhorta a su amada Alejandra a volver a su lado y poner fin a la agonía provocada en ambos por la separación. Mientras tanto, le va relatando al lector (y a Alejandra) las remembranzas de una historia de pasión calcinadora y subyugadora que ha durado ya casi cuatro años. No conocemos del narrador ni su nombre ni su edad, aunque lo suponemos en la cincuentena. Sabemos de él que es un acomodado escritor con ciertos visos de celebridad, cosmopolita y amante de las artes y los placeres en general. Un día se da cuenta, al salir ella de la piscina, de que la hija de sus amigos –Alejandra– ya goza de los gloriosos atributos de la pubertad con un tempo de lo más excitante. Ella parece también haberse percatado del placentero potencial que esconde la mirada libidinosa del escritor, y pronto se verán cautivos de un deseo que crece proporcionalmente a su satisfacción. ¿Que es una situación demasiado inverosímil? Puede, pero yo ejerzo mi derecho a acogerme a la suspensión de la incredulidad brechtiana y me la creo, y la disfruto.
La prosaica mecánica de la piel que rige las relaciones sexuales se ve superada con creces en La esclava instruida por la sublime entrega del alma y hasta la última fibra del ser a un propósito último menos mundano: la lucha contra la abyecta mediocridad del mundo contemporáneo y la equiparación de la vida y el sexo a una forma elevada de Arte. Qué manera de ensalzar la hermosura de coños diversos. Qué forma de venerar como estandarte una polla regia. Deliciosas libaciones, suculentas felaciones y orgasmos épicos en perfecta mixtura con la belleza de las líneas de un soneto isabelino. Qué delicia, ahítos en cuerpo y alma tras un polvo de magnitud cósmica, la de conversar sobre el crecimiento personal de Hawkins en La isla del tesoro de Stevenson, la de radiografiar Las Meninas de Velázquez o rememorar antiguas historias de piratas. Entre cuatro paredes (alguna sabrosa escapada fuera de ellas) irán construyendo su sagrado clandestino, su unión carnal y espiritual ajena al tiempo y al espacio. Ella, a medio camino entre animal sexual hambriento y ángel rilkeiano, fin supremo de la poesía; él, maestro cogido por sorpresa por la intensidad de la emoción, la violencia del deseo y la devastación de las horas sin ella. Amor al fin y al cabo, o al menos uno de sus nombres, atado a sexo libre de tabúes y con la sola exigencia del disfrute. Mirarse y saber que es ahí, que el otro ya es carne de tu carne y sangre de tus venas, sin posibilidad alguna de remisión.
She's all states, and all Princes, I,
Nothing else is ( The Sun Rising, de John Donne). Así de simple como las líneas de Donne que rememora el narrador: «Ella es todos los estados y yo, todos los príncipes. Nada más existe».
Obra estimulante donde las haya que hurga sin tapujos ni misericordia en nuestro órgano sexual más potente: la imaginación.
Mete el dedo (literario) en muchas zonas peligrosas. Fue un texto osado y muy controvertido, que leí con mucho asombro y agrado.
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