domingo, 11 de abril de 2021

Donde las calles no tienen nombre, Mónica Rouanet


A mis treinta y cinco años, después de esa última gota que desbordó el vaso de mi vida, lo único que me quedaba por hacer antes de perder completamente la dignidad era renacer en cualquier otra parte del mundo, y para eso no siquiera necesitaba desplazarme demasiado lejos.

Con esta frase, María González, protagonista de Donde las calles no tienen nombre (Roca Editorial, 2015), de Mónica Rouanet, le deja claro al lector desde el prólogo cuál es el actual objetivo de su existencia: reinventarse, renacer, pasar página y empezar de cero. En ocasiones, aunque no seamos (o puede que sí) conscientes de ello, nuestra vida cobija de todo salvo verdades y amor. Nos convertimos en sombras de lo que una vez quisimos ser y agachamos la cerviz sin mucho reparo para no romper los moldes que otros emplean para modelarnos y esculpirnos a su arbitrio, sin percatarnos de que nos asfixiamos, de que desaparecemos progresivamente conforme callamos y otorgamos, de que morimos un poco con cada nueva imposición que va lastrando nuestras alas. Algunas personas, como nuestra protagonista, lo descubren a tiempo y usan el resquicio de dignidad que les resta para cambiar el rumbo de sus pasos.

A sus treinta y cinco años, harta del férreo control que su madre ejerce sobre ella, María del Pilar González de Ayala abandona a escondidas el domicilio familiar que comparte con su progenitora, sito en el madrileño barrio de Salamanca, y decide ocultarse del mundo en un ático ubicado en un pueblo a las afueras de Madrid cuya existencia desconoce cualquier miembro de su perfecta prosapia. De lo poco que lleva en su equipaje, lo que más pesa es sin duda la muerte de su padre y la de su amigo Gonzalo (su ex-novio), ambas en extrañas circunstancias. El primero fue atropellado, junto a su “amante”, cuando cruzaba un paso de cebra, por un coche que se dio a la fuga. El segundo falleció a causa de una bala perdida en un supuesto tiroteo entre bandas rivales. Ambos eran las únicas personas que incitaban a María (uno de sus primeros actos de liberación es acortar su nombre a María, como la llamaba su padre) a deshacerse del pesado yugo materno y levantar el vuelo. La sospecha de que ninguna de esas muertes fue accidental es, pues, inevitable. El destino quiere que su camino se cruce con el de Alberto, hijo de la amante de su padre, para resolver juntos el enigma de su orfandad compartida, y descubrir caminos que hasta entonces a María le estaban vedados. María decide tomar las riendas de su vida y va creciendo según avanza la narración (“el toro por los cuernos”, repite como un mantra en infinidad de ocasiones) y descubrir las verdades que hasta el momento todos le han ocultado, y alejarse del universo de escaparate, de los días sacrificados a las apariencias y a vivir permanentemente de cara a la galería. Desea escapar del constante maltrato psicológico al que la somete su madre, de las continuas humillaciones, del credo de la debilidad y la inutilidad que lleva tatuado a fuego en el alma. ¿Lo conseguirá? Para saberlo, tendrán que leer...

En la primera persona de María (lo que la convierte en protagonista absoluta), y con la colaboración de un narrador omnisciente (para ofrecer al lector la perspectiva necesaria en relación a los demás personajes), Mónica Rouanet nos cuenta una historia bien engranada de oscuros secretos e intrigas familiares cargada de suspense, protagonizada por pocos personajes pero bien perfilados. Los hermanos de María, con los que mantiene una relación prácticamente nula cumpliendo con los designios maternos, aportan a la trama una jugosidad mayúscula. Gustavo, el psicólogo, dota al personaje principal de una profundidad asombrosa a la par que supone un buen acicate para la tensión dramática. La madre, de alta alcurnia, machista, homófoba, altanera, manipuladora, castradora, etc., es un personaje odioso y al mismo tiempo fascinante. Y María, con una estructura sentimental y de carácter que la hace a todas luces un personaje excelentemente fundamentado. Además, el lector podrá apreciar la destreza de la autora en la construcción de los diálogos y en el uso del flashback para desvelar retazos de un pasado oscuro y desasosegante, y el acierto de su prosa sencilla, su lenguaje fluido, natural y directo, de su ritmo ágil (sin llegar al vértigo del thriller). El final: tenso, inesperado y redondo.

El título de la novela, acertadísimo. Homenaje a Where the streets have no name de U2, y una metáfora excelente para esa búsqueda de liberación, para ese intentar alejarse del condicionamiento social que implica la ubicación de la residencia de María. La novela en general, una buena reflexión sobre la influencia del entorno familiar en nuestra vida, sobre las cadenas (supuestamente revestidas de afecto) que nos impiden ser nosotros mismos. Sobre la necesidad de dejar de simplemente existir para llegar a ser.

N.B. Me encanta que un libro no me permita cerrarlo sin saber qué pasa, aunque se me hagan las tres de la mañana...

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