miércoles, 27 de enero de 2021

Años fugitivos. Crónica personal de Moratalla, de Pascual García


 ...he preferido yo recordar de un modo fragmentario, desordenado y cercano ese tiempo mágico e indulgente de la infancia y de la adolescencia, no porque esté de acuerdo con aquellos que lo califican de paraíso, sino porque en él se hallan, sin duda, las claves de mi existencia entera, mi estrecha relación con Moratalla, con el barrio del Castillo y con la calle Castellar, donde nací hace ya medio siglo. Uno es, de un modo indefectible, lo que su memoria contiene y lo que alberga su corazón...

Así, con claridad meridiana, nos desvela Pascual García, en la página 9 de Años fugitivos. Crónica personal de Moratalla (Gollarín, 2012) el hilo común que hilvana el conjunto de los numerosos textos que integran esta obra. En alguna otra página afirma el escritor que la obra que tenemos entre manos es una recopilación de artículos periodísticos publicados en El Noroeste entre 2007 y 2011, pero yo sé que es algo más, un obsequio de proporciones difícilmente medibles para aquellos lectores que tengan la fortuna de cruzarse con sus páginas. Porque, sinceramente, que un autor nos obsequie, ya no solo con su inmenso talento como escritor y como narrador, sino con uno de sus bienes más preciados, su memoria y, en definitiva, con su esencia más genuina, es un regalo que no sé si alcanzaremos a agradecer en su justa medida.

Asistimos, en Años fugitivos, de la mano del autor y, lo que es más importante, con sus ojos, a sus días de niño y de muchacho en las calles estrechas y empinadas de su Moratalla natal, encuadradas en el hermoso y a la vez hostil paisaje de la sierra que la rodea. Lo acompañamos con gusto en muchas de sus primeras veces (los que me conocen saben de la importancia que para mí tienen las primeras veces): un viaje al cortijo de los abuelos, el cine, a sus primeras experiencias con médicos y practicantes, sus clases en los distintos establecimientos educativos donde cultivó el germen de lo que fue hasta llegar a ser lo que es hoy, a los tempranos inicios de su carrera de escritor, al duelo por la muerte de un amigo. Gozamos con él de su memoria olfativa y gustativa (hasta el punto de que, en ocasiones, hasta las tripas imaginan con nosotros y rugen cual fieras hambrientas). Nos aterimos, indefensos, en su memoria del frío y la penumbra. Conocemos, no sin cierta desazón, las estrecheces de una vida ligada a la tierra y a la escasez de recursos materiales, y admiramos el valor de un chiquillo que hizo del esfuerzo y la constancia su ley, que aceptó estoicamente sus responsabilidades como miembro de la humilde familia donde había venido al mundo y, aun con llagas en las manos y cansancio a espuertas, logró subir los peldaños de la escalera del porvenir diferente con el que siempre había soñado. A todas estas anécdotas, acontecimientos y costumbres de sus primeros años y de la tierra donde vio la luz, resulta extremadamente grato añadir un sinfín de reflexiones, profundas, sinceras, honestas (a riesgo de aventurarse en el terreno de esa incorrección política en la que uno incurre a fuerza de decir verdades como puños) sobre asuntos de lo más trascendental en torno a la condición humana: amor, sexo, el valor del dinero y del trabajo, inmigración, educación, y tantos otros que no es posible enumerarlos sin hacer esta entrada tediosa de más.

En Años fugitivos, y con el estilo pulcro, conciso, elegante y lírico (a veces irónico, sarcástico, cáustico incluso) al que ya nos tiene acostumbrados, Pascual García nos dibuja de manera clara y nítida el contexto social de un pueblo de raigambre sencilla, pura y tosca, el mapa cultural de unas gentes y unos años influidos en gran medida por la sombra penosa y alargada de la guerra, la posguerra y la dictadura en un entorno rural y remoto, marcados por el afán de supervivencia, la religión del trabajo con las manos y un agridulce apego a la tierra y a sus costumbres. Y yo, animal de emociones sin lugar a duda, contemplo cautivada las siluetas de la geografía sentimental que bailan a la luz de sus frases. Forman estas un vendaval de verdad que en ocasiones conmociona al espíritu lector, un torbellino de honestidad que hace saltar los goznes de la contención y de la mesura y desboca la emoción. Para muestra, tres botones:

“Mi madre se desliza por la cocina como un hada buena.” (p.55)

“La casa en la que uno ha nacido y en la que ha pasado la mejor parte de su vida es un almacén sentimental de arpegios que, bien temperados, podrían constituir toda una sinfonía, una armónica pieza de cámara o, en algún caso, un sencillo y elemental pasodoble.” (p. 56)

“Éramos jóvenes, inocentes y pobres, pero qué culpa teníamos nosotros, hijos de un hambre antigua y un empecinado afán de supervivencia.” (p. 63)

En definitiva, se conjugan en esta obra las joyas, de incalculable valor, de la memoria de Pascual García, la inteligencia creadora, su asombrosa habilidad en el manejo del lenguaje, el gusto por lo bien hecho y la exquisita capacidad de conmover al lector. No me queda más, pues, que rendir mi admiración ante su mirada inocente de niño de Moratalla, teñida por los matices de la emoción pero desprovista de cualquier asomo de idealización edulcorante.


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