sábado, 14 de septiembre de 2024

Hierro viejo, de Marto Pariente

Habitualmente, consignamos al verbo «enterrar» y a todos sus parientes semánticos al espectro más incómodo del léxico. Enterrar es, literalmente, sepultar algo o a alguien bajo capas de tierra. Lo asociamos indefectiblemente a la muerte, y mal encaminados no vamos, la verdad. Sin embargo, a menudo no somos conscientes de que, por lo general, casi todos tenemos experiencia en el arte de enterrar, con mayor o menor habilidad, con mayor o menor garantía de éxito. Por mil razones, tratamos de reducir pretéritos recientes o remotos—palabras, acciones, sueños, besos, vivencias, sentimientos— a diminutas cápsulas de ignominioso olvido y las sumergimos bajo estratos de apariencia y sonrisas prefabricadas. ¿Y qué es el olvido sino la muerte de quienes un día fuimos? El protagonista de la última novela que he leído lleva el acertadísimo nombre de Coveiro (enterrador en portugués) y ha sepultado bajo tierra negra su verdadero nombre y su identidad, ignorante de que el pasado resucita a veces como una bala que impacta en el centro del pecho. 

Hierro viejo (Siruela, 2024) es la tercera novela de Marto Pariente que ha caído en mis manos y que no he podido devorar porque me la he tenido que beber a sorbitos y volver atrás para saborearla como realmente se merecía. La obra ha sido definida como «western crepuscular» pero, más allá de etiquetas que encasillan más que definen, diré que me ha encantado. Ambientada en el entorno rural, agreste y decadente, de un pueblecito llamado Balanegra, Marto Pariente nos presenta a un protagonista, Coveiro, para quien los años no han pasado en balde. Tras numerosos años de una vida entregada a la violencia y a la clandestinidad, Coveiro se dedica ahora a cazar, a enterrar a los pocos difuntos del pueblo y a cuidar de su sobrino Marco, un chico cuya mente flota entre los márgenes de un espectro autista. En la imperturbable paz de Balanegra nota el viejo cómo se resienten sus articulaciones mientras mantiene a raya a los fantasmas de un pasado que quizá no quedó tan lejos como esperaba y regresa cuando el hijo mayor de Rubí de Miguel, diva propietaria de la mayor industria cárnica del país, muere y debe ser enterrado allí. El muerto al hoyo y los vivos a jugar a los trileros. Ahora lo ves, ahora no lo ves. Pero nadie cuenta con la presencia del insomne Marco, testigo involuntario del secreto mejor guardado, que se esfuma dejando junto a una fosa su inseparable cinturón de herramientas. La desaparición del chico revive el espíritu dormido de Coveiro, que hará lo que haya que hacer para saber. Hierro viejo no suelda bien, pero sigue golpeando.

Marto Pariente nos regala en Hierro viejo un estilo narrativo propio y difícilmente definible, como una constelación donde pasados y presentes brillan en el momento justo y necesario para crear la atmósfera y la singular melodía del conjunto. Capítulos breves, contundentes, y frases cortas como martillos que permiten que, desde el inicio, el lector perciba la voz propia de un autor con una habilidad especial para la ambientación. Prosa sencilla y a ratos dura donde sobresalen diálogos repletos de fuerza. Ritmo alejado de lo frenético pero en la senda de la urgencia. Un protagonista inolvidable que conjuga el cinismo de un ex sicario con la ternura del que protege a los suyos. Y si el protagonista es memorable, los secundarios —perfilados seguramente por alguna musa tarantiniana— no lo son menos e incluso amagan con hacerle sombra en algunos pasajes. No es necesario insistir en que la recomiendo, ¿verdad?




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