El fragmento anterior, extraído de la página 41 de la obra que nos ocupa, es uno de los que quizá mejor representa el gris deslavazado de la historia de los dos personajes principales de El orden de la vida, de Pascual García, publicada en 2018 bajo el sello de Malbec. Onofre, un muchacho apocado, gordo, manso, a quien la vida ha sonreído en bien pocas ocasiones, decide cambiar el entorno agreste y serrano de Los Olmos (paisaje literario al que ya nos tiene habituados Pascual García) por la atmósfera pesada, monótona y asfixiante de Las Arenas, donde lo único que brilla es el reflejo del sol sobre el plástico de los invernaderos acompañado por el fétido aroma de la fruta y verdura en descomposición, con el objetivo de ganar algo de dinero y, si es posible, conseguir una mujer, para regresar triunfante y ufano a las calles que lo vieron crecer y ya lo despreciaron cuando apenas levantaba unos pocos palmos del suelo. En el almacén donde lo emplean ve por primera vez a Irene, otra alma truncada y resabiada con la vida. Inmediatamente, la mujer se convierte para Onofre en “la sombra de un milagro con el que solo se permitía soñar unos minutos antes de entrar en el otro sueño, el de su cuerpo descansando del día y del trabajo” (p. 28). Por ella, Onofre accede a romper las hasta entonces sagradas barreras de lo lícito y acepta transportes esporádicos de mercancías ilegales que le reportarán cuantiosos beneficios monetarios con los que seguir construyendo sus castillos en el aire. Y el sueño de Irene, contra todo pronóstico, desemboca en una historia de (des)amor (por llamarlo de algún modo) en la que ambos personajes compartirán un sinsabor tras otro, degustarán hieles en lugar de pieles, se irán hundiendo cada vez más en el lodo de su anodina existencia, e incluso tendrán una hija que se convertirá en el pilar fundamental de la vida de Onofre y que acabará por distanciar aún más a la pareja. Hasta que un día, asediado por el hastío, el infortunio, el vacío y la posibilidad de volver a Los Olmos con el rabo entre las piernas, Onofre decide que la única solución viable es apretar, con el dedo gordo del pie, el gatillo de su propia escopeta, y acabar por fin con todo.
Así, con la muerte como dueña y señora del páramo gris de la existencia, como anestesia contra el dolor para unos y sorbo de acíbar para otros, inicia Pascual García El orden de la vida, una polifonía perfectamente orquestada por la pluma del autor. Por un lado, la voz del narrador nos desgrana una trama turbia de nadas, de nadies, de ceros a la izquierda que acaban pagando el precio de sus decisiones erróneas. Por otro, la voz interior de los personajes, señalada en cursiva, que aporta una profundización psicológica en los caracteres que densifica, tensiona o dramatiza aun más si cabe el trenzado argumental. Y, como colofón, el lamento de Antonia, la madre, en soliloquio, las notas amargas de un corazón que sigue latiendo a pesar de que se le ha muerto el alma.
El orden de la vida vuelto del revés al ritmo de la prolepsis gris ceniza y la analepsis expiatoria (Pascual García nos hace viajar constantemente entre el presente, el pasado y el futuro del pasado dotando al relato de una intensidad tremenda) y bordado por una impresionante riqueza léxica que es ya marca identificativa de las letras del autor. Y un lenguaje profundamente lírico que señala sin duda su vocación de poeta.
Historia triste, literatura hermosa.
Magnifica reseña
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