… cuando el juicio alcanzó las Cosas Últimas, el corazón olvidó las Primeras
Hay viajes que comienzan como un capricho entusiasta y devienen travesías repletas de sorpresas y tesoros por descubrir. Mi periplo por las letras de cierto autor de la tierra se ajusta bastante a ese tipo de aventura. Para aquellos que me han preguntado si es que he interrumpido mi proyecto, la respuesta es un NO rotundo. Ni ha acabado ni espero que acabe nunca. El motivo de apartarme momentáneamente del camino (y ni siquiera es así del todo) es que la siguiente parada era Palabras en el Tiempo, obra que versa sobre Miguel Espinosa, autor desconocido para mí hasta hace pocas semanas. Por sentido común (y cierta curiosidad tras leer algunas publicaciones, no voy a negarlo), me embarqué hace ya unos cuantos días (demasiados, pero trabajo, Feria del Libro y alguna que otra cerveza han impedido acortarlos) en la lectura (¡y qué lectura!) de Escuela de Mandarines, del caravaqueño Espinosa. Ahora que lo he terminado no puedo dejar de preguntarme por qué no he sabido antes de él, por qué no se le publicita desde las instituciones, por qué no se le celebra en esta nuestra región como realmente merece.
Cuando abrí el ejemplar (edición de 1974 de LosLibrosDeLa Frontera) y leí las primeras páginas, temí no estar a la altura de semejante obra. Se me mostraba compleja (efectivamente lo es) y esquiva. Cierta persona me aconsejó “dejarme llevar como por un río caudaloso” y que, aunque hubiese cosas que en principio no entendiese, avanzase. Feliz estoy de haber seguido el consejo. Merece la pena cada una de las horas invertidas en la lectura de esta obra inmensa y rica como pocas.
En un ejercicio extraordinario de ejecución literaria y metaliteraria (me gustaría poder preguntarle a alguien cuánto tardó el autor en escribir la novela), Miguel Espinosa nos presenta en Escuela de Mandarines una ucronía política fácilmente extrapolable a cualquier escenario real (pretérito o presente) donde la estructura de poder someta al pueblo, sumiso y aborregado, perpetuándose así por los siglos de los siglos. ¿Y cuándo no ha ocurrido eso? En sus 72 capítulos (introducción y epílogo aparte) con sus correspondientes anotaciones, se nos narra el viaje del personaje principal, el Eremita, que abandona su tierra de las Primeras Cosas, sus orígenes de inocencia, a su Azenaia, a petición de los demiurgos, para convertirse en el mayor enemigo de la Feliz Gobernación (cuyos máximos exponentes son los mandarines), estructura política y social rígida hasta niveles absurdos, dividida en castas y sustentada por el monopolio del lenguaje, el poder y la historia construidos a tal efecto. En su periplo y posterior llegada a la Ciudad, como reo de dos arquetípicos soldados simplones, encontrará nuestro viajero (a medio camino entre Quijote y Gulliver) dispares y variados personajes que perfilarán los diferentes aspectos de esta sociedad ucrónica configurando, en prosa, verso o drama, historias dentro de la historia que le harán reflexionar a él y, de paso, a nosotros lectores, acrecentando así la importancia de nuestra perspectiva. De entre toda la temática presente en la narración (estructura política, sociedad, disidencia como parte de la estructura...), uno de los aspectos que más ha llamado mi atención es cómo enfoca el autor la teología de la ucronía, adscribiendo diferentes dioses particulares, con sus propios cielos diferenciados, a las diferentes castas (original modo de tratar el ya viejo tópico de la subordinación de la religión a los intereses del poder). Digna de mención asimismo es la forma en la que el autor se burla de la soberbia y, en innumerables ocasiones, vacuidad, de las instituciones académicas (los capítulos sobre becarios y oposiciones son cuanto menos hilarantes).
En cuanto al lenguaje de la obra (advertida estaba también), decir rico es decir poco. No los he buscado todos, pero segura estoy de que el autor inventa sus propios términos o, al menos, acepciones de los mismos. Riqueza y variedad de registros, impresionantes digresiones,vocablos casi imposibles, hipérboles omnipresentes (solo vean el uso del tiempo en la novela), simbolismo y alegorías sin par se combinan para mantener al lector con los ojos y la boca bien abiertos. Añadan a eso un sentido del humor a todas luces inteligentísimo (superlativos en los que pareciera que el autor nos guiña un ojo, caricaturas llenas de ingenio y una extensa lista de tratamientos honoríficos de lo más cómico), y el resultado será una obra superlativamente magnífica.
Ya para terminar, hay obras que piden simplemente ganas; otras demandan atención; otras, emoción y mente abierta; algunas pocas lo exigen todo. Escuela de Mandarines es una de estas últimas. Como contrapartida, devuelve con creces todo lo invertido en ella.
Solo me queda recomendarles, si no es mucho abusar de su buena voluntad, leer otra entrada de blog que allá por 2013 se escribió sobre esta novela, una de los motivos principales por los que decidí leerla: https://rubencastillo.blogspot.com/2013/02/historia-del-eremita.html
Un viaje fascinante por un universo denso, verbal, increíble. Es un libro al que he vuelto dos o tres veces en mi vida.
ResponderEliminarGracias por el descubrimiento 🙂.
Eliminar