jueves, 24 de septiembre de 2020

La Mujer de la Mecedora, de Rubén Castillo


A la tía le gustaría cambiar de postura en el sillón, pero no lo dice. Se hizo ayer la firme promesa de irse apagando sin molestar, sin chirridos inoportunos, sin llamar cada cinco minutos a su hermana o a los sobrinos. Sólo quiere seguir en el mismo sillón, trono dispuesto para cobijar a la muerte, mecedora perpetua que mece un cuerpo tibio, pájaro de madera que gime a ras de suelo.

Así da comienzo La Mujer de la Mecedora, y se podría escribir una entrada de blog completamente dedicada a cómo me ha hecho sentir solo este primer párrafo. Suena (sí, suena, lo oigo) a primeras notas de una sinfonía profundamente triste y sublimemente hermosa. Pero no hemos venido a hablar de mi libro, sino de esta obra, pequeña en extensión pero grande en consecuencias.

El argumento de la novela, merecedora del XXXVIII Premio «Ateneo- Ciudad de Valladolid» de Novela Corta, es exiguo: una mujer entrada en la vejez ve su vida apagarse y, con una estoicidad digna de admiración, se resigna a su sino sin rechistar (al menos, de cara a la galería; la procesión va por dentro). Pero... y siempre hay un pero: esa mujer, la tata, la tía, el personaje central de esta narración se apellida Castillo y, antes de que el inexorable robín de los años la postrase en su mecedora, era bibliotecaria, y que el niño de sus ojos se llama Rubén, aunque ya no sea un niño y ya no vaya cogido de su mano. Y ante la posibilidad de tal vínculo emocional, me quito el sombrero por lo natural y realista de la ejecución literaria, por la habilidad y la templanza de la mano que guió la pluma por los páramos desolados de la «esperanza derrotada», de la «Esperanza sin esperanza».

La cadencia, el tempo de marcha fúnebre de esta elegía narrativa, el lirismo tan patente de sus líneas, tanto en la primera persona del monólogo interior como en el narrador en tercera persona, se entrelazan con los recuerdos y la amargura más amarga de uno de los tópicos más universales de la literatura: el tiempo como verdugo implacable, olvidados ya el collige virgo rosas y el carpe diem. Las únicas rosas que quedan ya en pie son fotos ajadas y manidas remembranzas. Su hogar lejano, su adorado sobrino. El refugio de la memoria.

A través de las páginas, tonos y semitonos de color agridulce comparten pentagrama con una extraordinaria riqueza léxica y una imaginería exquisita que acaricia la amígdala y pone patas arriba el sistema límbico («...pájaro que gime a ras de suelo»; «Los ojos le escuecen, peces amargos instalados bajo sus cejas, demonios encendidos que le hacen arder las cuencas profundas, tizones de un carbón combustible que se apaga con el paso del tiempo»). Notas de melancolía quedan prendidas en algún resquicio de mis ojos.

Y mientras acabo de escribir estas líneas, suena la marcha fúnebre en Do menor de la sinfonía nº 3 de Beethoven Op. 55 II (o quizá sea Verdi y yo no lo sepa).

 

2 comentarios:

  1. Te leo y trago saliva, mientras recuerdo. Gracias, Aurora. Gracias por todo.

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  2. Gracias, Rubén, por la infinidad de melodías que me regalas y que matizan la mía.

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